sábado, 1 de junio de 2013

FRAGMENTO TRES DE SEIS.

EL HACEDOR DE MILAGROS
Por Waldemar Verdugo Fuentes.

TRES

Es verdad que clínicamente Jesucristo no presenta ninguno de los síntomas atribuidos normalmente a los mitómanos. Su verdad también está respaldada por otros que vivieron después y creyeron en Él, como Galileo y Leonardo da Vinci, Shakespeare, Pascal y Goethe o San Agustín y Einstein. Entonces detenerse en este aspecto es además dudar de la integridad mental de  todos los que le reconocieron. Con lo cual la primera parte del dilema es cubierta. Queda, ahora, el otro aspecto: ¿No habrá pretendido engañar?  O sea, en su mente pudo saber que no era Dios, pero era tan inteligente -si se puede decir así- que ¿no querría hacer creer en su divinidad? Pensemos que Jesús era un hombre de altísima espiritualidad que decide levantar la moral de su pueblo, los judíos, entonces una comunidad muy alicaída. Para ello predica el bien como lo entiende y, para su sorpresa, produce tal asombro entre quienes le escuchan que, simplemente, un día decide creer que era el Mesías prometido en la antigua escritura judaica... y la noticia cundió. Él, entonces, se deja seducir por la idea, pensando a su vez que esta calidad divina facilitaría su trabajo y daría mayor autoridad a su palabra. O sea, afirmó lo que creyeron para apoyar su deseo de hacer el bien. Pero, ¿se ayudaría al decir algo así? Ya comentamos la actitud natural que asumiríamos si alguien se nos acerca y dice: “¿Sabe qué? Yo soy Dios”. Vimos que en una nación acostumbrada a los profetas como la judía, o la que fuera, para Jesús hubiera sido más fácil decir simplemente que Él era otro profeta, pero no francamente el Hijo de Dios. Era poco práctico declarar algo así, pues se exponía no sólo a la ira de los judíos, sino además al enojo de los romanos. Entonces, ¿Jesús quiso engañar? Cuando le ajustician y pregunta: “¿Quién me acusa de pecado?”, todos guardaron silencio, y no hubo otra cosa de qué acusarle sino de plantearse como divinidad. Ese era su delito: todo lo demás que se supo de Él era inherente a una vida de perfección.

   La sentencia del Sanedrín, la confirmación del Pretor romano y la anuencia de la multitud no lo hacen rectificar para salvarse de morir crucificado. Llegados al Calvario, Jesús asiste sereno a los preparativos de su muerte: se tendió sobre el leño y le clavan las puntas de metal en sus manos y pies. No dice una palabra y todos esperaban que declarara su error si se había equivocado, que dijera la verdad si había mentido. Una sola palabra era suficiente para librarse de la muerte, y Jesús al abrir los labios es para pronunciar: “Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Cuando su cabeza, incapaz ya de sostenerse, se inclina sobre su cuello, ni siquiera se queja. Es tal su sobrehumana presencia que cuantos le ven se convierten ahí. Uno de los otros crucificados, el ladrón Dimas, a su lado, le dice: “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Y Jesús afirma su divinidad respondiendo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Él jamás se arrepiente, y si abre los labios por última vez es para decir: “¡Padre mío, en Tus manos encomiendo mi espíritu!” Las últimas palabras de un agonizante son como un juramento final. Y llegamos a la conclusión que nos impone la razón: no se engañó porque no era loco; no quiso engañar porque no era un impostor. Luego, razonablemente, dijo la verdad.

   El Hacedor de Milagros prueba la sinceridad de Su palabra por su carácter. Siendo la palabra la más alta manifestación de la inteligencia, luego, muestra su humanidad por su palabra unida a su modo de ser y hacer. Porque es evidente que los hechos de una vida, las obras, son lo que necesariamente define una personalidad. Y si es obra de Dios, debiera tener un matiz que excluya la duda, o sea, al final de un laberinto debe existir un constructor, aunque sea el mismo minotauro. Al final, en la obra de Dios algo debe revelar infaliblemente Su presencia. ¿Cómo se manifiesta en Jesús el poder “mágico” de Dios? He aquí una de las cuestiones más controvertidas que rodearon su personalidad, por ser Hacedor de Milagros: así lo afirman sus contemporáneos. ¿Se pueden probar los milagros que se le atribuyen? O, más cabalmente, ¿existen los milagros?

   Cada ser actúa de acuerdo a su naturaleza. Un átomo actúa como esperamos que actúe un átomo: de acuerdo a sus energías de resistencia y cohesión. Un animal actúa de acuerdo con su instinto y costumbre. Un hombre actúa de acuerdo con su inteligencia. Si Dios ejerce poder absoluto en la naturaleza, a través de la cual reconocemos Su obra, ¿cómo Dios no podría ejercer su soberanía? Para esta actuación, el lenguaje humano (ese ropaje en que se envuelve la verdad) ha inventado la palabra “milagro”. Es decir, un acto maravilloso tan extraño como el mismo misterio que hay detrás de Jesucristo.  Lo común es decir que un milagro es imposible, pues se opone al orden lógico. Pero, si todos los seres tienen derecho de manifestarse de acuerdo a lo que es propio a su naturaleza, ¿a Dios le estará prohibido expresar su poder de acuerdo a Su naturaleza? ¿El no puede obrar en Su creación? 

   O Dios existe y es omnipotente o no lo es y no hay Dios. Por esto las personas responsables creen en los milagros. Ya que negarle a la naturaleza primigenia poder de intervención en su universal sinfonía, equivale a negar su existencia. Es necio descartar un milagro. Sin embargo, un escéptico dice: “Es contradictorio que Dios cambie, que Él retoque su obra, que modifique hoy una ley que dio ayer”. Pero, incluso en la legislación vigente, las excepciones de una regla se establecen junto con ella o en ella misma. Y si es bueno para nosotros ¿Por qué ha de ser indigno de Dios hacer excepciones? ¿En qué se opone la excepción a su Sabiduría? La excepción milagrosa es uno de los rasgos más bondadosos del Dios cristiano, y es la razón de que Jesucristo anteponga el perdón a todos Sus atributos.

   Se ha dicho también que un milagro perturbaría el orden del universo. Pero, ¿quién puede probar que la armonía del universo se acabaría con un milagro? ¿Las leyes terminan cuando se aplica una excepción? Cualquier nave aérea impide que se cumpla la ley de gravedad natural al planeta, un niño saltando una cuerda está rompiendo ese orden natural, ¿provocan un trastorno en la armonía del universo o se produce alguna catástrofe? Las cosas de afuera están para servir a las cosas de adentro: el orden espiritual y su crecimiento es el fin primero de la naturaleza; es la evolución interior el fin primero de la vida (la naturaleza siempre favorece a los que desean salvarse), y la materia y las leyes que la rigen existen para servir a la perfección espiritual.

   Se diría que los milagros, más que una excepción de la ley, son el complemento de ella, en manera más sabia porque abarca todas las excepciones y comprende no sólo al mundo físico sino también al mundo moral. Un milagro es la suprema dignidad natural. Hay científicos, sin embargo, que plantean de imposible a un milagro porque las leyes de la naturaleza son inmutables. En el siglo XIX se estipulaba así. A partir del siglo XX, tildar de inmutables a las leyes físicas hoy resulta anacrónico. Al probar la ciencia (con Einstein a la cabeza) que nada es absoluto, que todo es relativo, estaba en verdad enunciando que el universo fue, es y será infinito. Junto con declarar Einstein que no se puede aceptar nada que no haya sido comprobado con certeza, se negaba a creer que Dios juegue a los dados con el universo. Cuando, poco antes de fallecer en 1955, alguien le preguntó si creía en Dios, este hombre sabio respondió con otra pregunta: “Dígame, ¿cómo podríamos llamar a ese alguien que pudo crear algo que jamás tendrá fin?”. Ya había declarado que la ciencia sin religión es tonta, y que la religión sin ciencia es ciega.  Luego de Einstein y los pioneros científicos lo que se sabía sobre la ciencia natural varió prodigiosamente, y el cálculo de probabilidades tomó gran importancia en las ciencias físicas, al descubrirse que las leyes de la naturaleza no son rígidas, como se creyó antes del siglo XX. Y aún admitiendo la inmutabilidad de las ciencias naturales, estas ¿son inmutables para quién? ¿Para nosotros? Es lógico porque cuando nosotros vinimos las leyes ya estaban. Pero, ¿son también inmutables para su creador? Y si Dios no existiera ¿cómo hablar de leyes si no hay legislador? ¿Cómo mencionar un plano negando al constructor de planos?

   Decía Cicerón: “¿Quién es tan imbécil  que  mire al cielo y no piense que Dios existe?”. Para León Tolstoi, "El único sentido de esta vida consiste en ayudar a establecer el reino de Dios". Escribió Arthur Schopenhauer: “A quien todo lo pierde le queda Dios todavía." Para Immanuel Kant: “Es absolutamente necesario persuadirse de la existencia de Dios; pero no es necesario demostrar que Dios existe.” Escribe San Agustín: “Dios nos hizo para Él, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él.”

   En lo que nos concierne, de lo que creemos que se esconde detrás de la palabra “milagro” depende o no como antecedente de la divinidad de Jesucristo. ¿Qué entendemos por milagroso? ¿Cualquier hecho inexplicable que se pueda atribuir a una fuerza desconocida? ¿Un fenómeno atribuido a intervención natural? Creemos que un milagro es un hecho sensible, fuera de nuestras leyes naturales, y sólo explicable por un poder sobrehumano. No interesa que sea público o privado, deseado o inesperado. Entonces, un milagro debe ser un hecho controlable por los sentidos, real, fenoménico. Si es un hecho conocido por testigos, es a través de ellos que podemos enterarnos de cómo sucedió. Los milagros de Jesús están escritos por quienes los presenciaron; se pueden establecer como un hecho histórico, que ocurre aparte del orden natural; que es donde reside su fuerza, por lo sorprendente. Se puede aducir que no podemos controlar un milagro por su calidad de hecho anormal, debido a que no conocemos todas las posibilidades de la naturaleza.

   Sí, es verdad que ignoramos lo posible pero sabemos lo inmediato. Ignoramos, por ejemplo, la fuerza del pensamiento pero sabemos que no podemos alimentar a varias miles de personas con cinco panes, o resucitar a un muerto. Se ha avanzado lo suficiente como para saber cuando un hecho es antinatural. Todos los acontecimientos naturales suceden sometidos a ciertos principios, demostrados por la experiencia, en los cuales sienta sus bases la investigación científica y los conceptos fundamentales de la filosofía de las ciencias. Estos principios son: causas iguales producen efectos iguales; efectos semejantes provienen de causas semejantes; seres semejantes tienen propiedades semejantes. La naturaleza se manifiesta uniforme y es lo que se llama argumento “de analogía”, empleado en la física y la química, en la biología y en toda ciencia positiva. Estos son los principios en que  se fundan las leyes de la naturaleza, de acuerdo a como hoy la entendemos, en este momento de nuestra historia. Cuando al momento en que un hecho se aparta de la dependencia de estos principios, el suceso queda fuera del orden natural. Por eso no nos parece natural que un hombre camine sobre el agua o que un ciego vea con sólo una palabra de sus labios.

   Luego, un milagro debe probar su origen sobrehumano, es decir que no pueda atribuirse sino a Dios. Desde el momento que de una u otra forma sea posible explicar el suceso, ya no es milagroso. ¿Es posible comprobar el origen divino de un hecho extraordinario? Sí, a través de la huella del espíritu del bien, que es todo lo contrario de la huella que deja el espíritu del mal. Por sí mismo, el milagro debe aparecer digno de Dios, no produce miedo ni causa daño alguno. Ha de considerarse la excelencia moral del Taumaturgo: Dios no afirma una mentira.
   Por ello un milagro está bañado en cierta esencia moral que consiste en no dañar advertida ni inadvertidamente a nadie. Luego, si el milagro no aparta de la verdad sino que conduce a ella, se puede concluir que el prodigio que testifica es divino. Si el hecho milagroso perturba la conciencia, si daña, si causa asuntos opuestos al crecer interior, evidentemente no es Dios quien está ahí. No es necesario repetir que la voluntad obstinada no cede al milagro, porque entraña cierta disposición de buena voluntad para tratar con Dios. Es Él quien antes nos busca, por esto, el que le busca debe preguntarse primero: “¿Él me buscaría a mí?”. Hay quienes esperan un milagro como una prueba aplastante de la superioridad de Dios sobre el hombre, como el golpe final de un duelo, que no existe en verdad. Que el único desafío posible para el hombre es consigo mismo. Hacer bien lo que se tenga que hacer, liberando, a la vez, todas las cosas de la servidumbre de un fin, al decir de Nietzsche: “En las  cosas encuentro yo esta seguridad bienaventurada: que todas bailan con pies de azar”. O en el Eclesiastés: “Así como ignoras por dónde viene el espíritu y la manera cómo se compaginan los huesos en el vientre de la que está encinta; así tampoco puedes conocer las obras de Dios, Hacedor de todas las cosas”. Decía el escritor Jorge Luis Borges: “Es cierto que hay ciertas cosas en el Universo como para pensar que hay un Orden,  oculto pero un Orden al fin… la vida es tan extraña que hasta es posible que exista la Santísima Trinidad.” Y es famoso el proverbio: “La necesidad no admite ley.”

EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes

 
(Publicado en Fragmentos en Revista "Vogue" y
 Diario "El Mexicano", B.C.N.)
ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.

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