sábado, 1 de junio de 2013

FRAGMENTO DOS DE SEIS.

EL HACEDOR DE MILAGROS
Por Waldemar Verdugo Fuentes.


DOS

¿Será posible que Jesús haya sido enviado de Dios? Ni antes ni después alguien igual a nosotros, con las debilidades de la vida y enfrentados a la incógnita de la muerte, nadie se había proclamado igual a Dios como Hijo del Hombre. Ni Confucio antes o Mahoma después afirmaron algo semejante. Sólo Jesús se dijo Dios. Unos seiscientos años antes de que viniera a la tierra vivieron, en India, Buddha (“el iluminado”), y en China, Lao-Tsze (“el que nació anciano”). Buddha proclamó también su credo sobre una base de conducta personal en relación a los demás seres, y Lao-Tsze proclamó antes la existencia de un Dios único y omnisciente. Tenían estos hombres, entonces, un pensamiento tan sublime como el de Jesucristo, pero ¿proclamarse iguales a Dios? ¡Ni pensarlo! 

   Buddha recibió su educación de acuerdo a su rango de príncipe, se casó y tuvo un hijo. A los 29 años abandonó en secreto su palacio y se hizo un buscador del camino. Temía al dolor, que amenaza la felicidad, y luego de buscar cura para su mal, a través de maestros y en la ascesis, un día renunció al camino, desalentado. Ya de noche, debajo del árbol en que estaba alcanzó la iluminación, y supo las causas que generan el sufrimiento. Esto ocurrió en la India oriental, en lo que hoy se llama Buddah Gaya, santuario de  los que profesan esta fe: alrededor de 200 millones de personas. En la legendaria ciudad de Benarés, donde hay una universidad de excepción, predicó Buddah por primera vez su doctrina, y lo hizo a cinco de sus antiguos maestros, que le creyeron. A estas conversiones siguieron otras de atraídos por la nueva disciplina moral que planteó Buddah en su tiempo: él encerró sus ideas en el llamado Sermón de Benarés, identificando en la vida dos senderos: el del camino del medio y el de las cuatro verdades nobles. El camino del medio propone evitar los extremos de la risa y del llanto.

   Las cuatro verdades budistas son: 1) La existencia es dolorosa; 2) La causa de ello es el apego a los objetos sensibles; 3) Necesidad de dominio sobre uno mismo y sus actos (el karma), y 4) Asumir una actitud recta, en base al conocimiento, ante las actividades humanas de pensar, decidir,  hablar, obrar, vivir, esforzarse, atender y concentrarse. Buddah funda su credo sobre la base de una conducta personal, pero no afirma ni niega el alma, ni siquiera insinúa que sea algo trascendente: por ser ajena al poder de la causa y del efecto. Para alcanzar el nirvana (que es un concepto indefinible, pues sólo puede experimentarse cuando se ha llegado a la santidad), Buddah dicta la abstención de bebidas alcohólicas, la continencia sexual, la vida moralmente recta y la constante meditación y contemplación en un proceso intuitivo. Entiende como uno de los suyos a todas las personas que se apartan del mundo aspirando al nirvana en esta existencia y más allá en el futuro, a través del dominio de sí mismo.  Formalmente el budismo nació como reacción contra el formulismo ritual y el intelectualismo de los brahamanes (que se remontan al período más reciente de la religión india). Buddah predicó durante cuarenta años por toda la India del nordeste; murió a los ochenta en Kusinara. Pronto su escuela se abrió en tres corrientes principales: hinayana (“pequeño vehículo”), que se caracteriza por su austeridad y racionalismo que la vuelven impropia para una religión que anhela llegar a todos;  mahayana (“gran vehículo), más tardía, cuya actitud mística proporciona una base metafísica al sentimiento de solidaridad de todos los seres y que, en lugar de aspirar al nirvana, como el pequeño vehículo, busca la bodhi (“iluminación”) y la posibilidad de convertirse en buddah (“iluminado”). En el libro sagrado Vajrayana (“Vehículo de diamantes”), aparecido hacia el siglo VII, se promete la salvación por medio de la recitación de fórmulas mágicas y una técnica de prácticas metapsíquicas. La primera corriente representa la disciplina moral, la segunda un elevado misticismo y la tercera la magia. Cada uno de los tres vehículos, a su vez, se dividió en numerosas escuelas, entre las que es muy difícil trazar un límite preciso en la actualidad.

   Similar suerte ha tenido la religión formada por Lao-Tsze, que rescató y dio un nombre -Tao- a la más antigua filosofía que se conoce, que sólo cito aquí. A cuyo encanto me acercó el maestro Jorge Luis Borges. Lao-Tsze ni siquiera predicó su doctrina. Se sabe que un día, ya anciano, y habiendo trabajado toda su vida como bibliotecario de la dinastía imperial de los Chou, en el siglo VI a. J.C., el hombre simplemente abandonó la capital de China caminando en dirección a Mongolia. Nadie tuvo otra vez noticias de él, pero la tradición cuenta que al explicarle al guardia fronterizo su razón para cruzar, lo convirtió a su pensamiento; que este guardia, identificado con el nombre de Yin-hsi, habría de rescatar en un pequeño libro de 81 poemas, el Tao-Te-Ching, (Libro del Camino). El taoísmo insinúa como norma del comportamiento humano la no-intervención en el orden natural de las cosas, a través del llamado “hacer al no hacer”. Lao-Tsze dijo que el cuervo no necesita teñir sus alas de negro para mantener su color negro; ni el cisne ser bañado cada mañana para que siga siendo blanco: el cuervo y el cisne son de un color por sí mismos. Al paso de los siglos esta antiquísima filosofía fue invadida por la magia, el ocultismo y la alquimia. Originalmente, Lao-Tsze es el primer sabio en hablar de “camino único”, de un solo Dios omnisciente y omnipotente, afirmando que todas las cosas que vemos y sentimos y tocamos están impregnadas de Su esencia:

   “El Tao es una vasija vacía que se usa y nunca se llena. ¡Oh impenetrable fuente de las diez mil cosas! Tao mitiga lo agudo. Desenreda lo enredado. Suaviza lo resplandeciente. ¡Oh profundidad oculta aunque siempre presente! Yo no sé de dónde viene. Es el antepasado de los hombres” (TAO, 4, de la traducción de Lyn-Yutang y Omar Peña del inglés que corregimos en su versión en nuestro idioma con el maestro Borges, quien me dijo que luego de conocer el camino del Tao, nunca había vuelto a buscar algo en su vida). 

   Lao-Tsze nunca se comparó al Tao o Dios, al contrario: narra el guardia que escribió su pensamiento que antes de nombrar a Tao: "el maestro Lao se inclinaba reverente por la osadía de rozarle con su voz". El sabio Lao-Tsze hacía las cosas como si no las hiciera de tan respetuoso para no alterar el libre curso de las cosas, era la humildad suprema. Y Jesús también, pero, paradojalmente, nombrándose Dios mismo, y realizando hechos milagrosos que involucraban a muchas personas impactadas, cuya única respuesta era: "Yo soy Dios".

   Algo inexplicable, pues si se trata de fundar una religión, lo usual es proclamarse “enviado de Dios”, así la doctrina está “avalada” por Dios.  Pero proclamarse Dios es una mentira imposible de mantener, ya que un instante basta para darse cuenta que un semejante no es Dios. Si alguien hoy viene y se nos presenta diciendo: “Yo soy Dios”, sonreímos. Es obvio que no lo vamos a creer. Sin embargo, así actuó Jesucristo: un día se apareció en las calles afirmando que Él era el camino, la verdad y la vida. Pero óigame,  ¡qué fantástico!  ¿Por qué decir algo tan desconcertante? El hecho es así y no se puede evadir. Es de tal severidad este terreno que en sus límites raramente se apela a la fe. En este aspecto se ha optado por tomar la actitud de seriedad con que un científico manipula un cerebro, la misma seriedad con que era cercenado el cuello de un vecino o una reina  durante la revolución francesa o es aplicada aún la infame pena de muerte en países bárbaros. Aquí es necesario impregnarse de esa serenidad y atención que envuelve a los niños cuando juegan. En este terreno hay que apelar a esa facultad fría de la razón, porque si alguien se nos presenta y nos dice que es Dios, pensaríamos que está loco y se cree Dios, o bien, éste quiere engañarme y me dice eso por si le creo. Cualquiera, pienso, juzgaría dentro de lo probable: o el infeliz se engaña a sí mismo o quiere engañar. Pero, si ninguna de esas posibilidades se verifica, aún así, ¿su afirmación es verdad?

   ¿Jesucristo se creyó Dios sin serlo y lo afirmaba porque se creía divino? Hoy vemos mucha gente que se proclama de muchas cosas, hay políticos que se creen reyes, hay innumerables profetas y muchos narran tener visiones angélicas o ser abducidos por extraterrestres.  Pero es claro que Jesús dijo ser más que un simple visionario y, si bien proclamó que su reino no era de este mundo, también afirmaba gobernar sobre todas las formas imaginables, o sea, se atribuía los poderes y derechos que le atribuimos a Dios;  Jesús se dijo “único legislador” al cual deben adorar todas las naciones. En verdad, si Jesús era un alucinado, no era uno cualquiera. Pues afirmar algo tan inverosímil en medio de un pueblo tan religioso como el judío, si no es verdadero es una locura. Certifica la ciencia médica que esa clase de enfermo mental que se cree lo que no es, denominado paranoico, es tanto más loco cuanto mayor es su desconexión con la realidad. O sea, mientras más distancia hay entre lo que el individuo es y lo que cree ser, peor está su salud mental, precisamente porque presenta un mayor desvarío de la razón: el que se cree chimpancé es menos loco que el que se cree Tarzán, y es menos loco que el que se cree árbol.  Sin embargo, la distancia que separa el concepto de Dios del concepto de cualquiera de sus creaciones, es insondable. Por eso, creerse Dios es lo más raro, y es la razón de que a través de la historia muchos han tildado así a Jesús: Herodes se dirigía a Él como se habla a un loco, entonces fue que el Cristo hiciera el mayor desaire que hiciera jamás, no diciendo cosa alguna al político, ignorando sus palabras. Otros persisten en tildarlo de mitómano: ¿Jesús mintió a propósito? La misma ciencia médica a que hemos apelado se ha ocupado también de esto. Algunos científicos como Hermann Minkowski (que fundó la geometría de los números y sentó las bases del universo de cuatro dimensiones), o como George Dumas, uno de los creadores de la sicología científica, por citar dos, han razonado más o menos así:  un enfermo de creerse lo que no es, presenta el cuadro de un descentrado intelectual que tiene una idea fija y presenta ciertas características como irritabilidad, impresionabilidad, orgullo, estados alternados de exaltación morbosa y profundo abatimiento, con frecuentes alucinaciones. Y Jesús no presenta ninguno de estos síntomas, ni uno solo.

   Él sólo afirma ser la divinidad cuando es interrogado en relación a esto, cuando se lo exigen. Él nunca muestra la persistencia de la idea fija, tan sobrio es en relación a esto, que si tal afirmación se borrara, el Evangelio no sería sustancialmente modificado. Tampoco se irrita cuando los oyentes se niegan a creerle, otro rasgo típico del mitómano. Él era la paz misma; rodeado siempre de enemigos -los fariseos- nunca se molesta.  Cuando lo hostilizan demasiado, sólo responde: “Si no creéis a mis palabras, creed a mis obras”. Jamás hombre alguno fue más dueño de sí mismo. No le impresionaban aquellos que le adularon ni el odio feroz que despertó, ni le perturbó la insistencia grosera con que sus propios discípulos le pedían de su misión.

   En este aspecto, impresiona cómo narran los evangelistas cuando ante el Sanedrín, frente a un tribunal resuelto a condenarle, Jesucristo conserva toda su majestuosidad, y su figura se agiganta aún más a medida que transcurren los minutos; mientras a su alrededor todo parece empequeñecer y sumergirse en sombras, Jesús más se envuelve en luz. Nunca su temperamento sufrió altibajo. Se diría que nadie ha sido tan igual en su carácter, más rectilíneo y definitivo. Por algo, es ese dominio cabal sobre sí mismo el que casi todos tratamos de igualar desde hace dos mil años, sin conseguirlo nadie más. Ahora bien, si para la ciencia, el hombre que más se aleja de la realidad, mayor desaciertos comete, ¿dónde están esas incoherencias en la prédica de Jesús? Porque es cierto que de Su palabra rescatada en el Evangelio, sólo sacamos principios admirables, sabias lecciones y fecundas sentencias. Su moral es lógica y portentosa. Jesús siempre levanta: aún las pequeñas cosas enaltece, transmutándolas en luminosos principios. Siempre parece dominar todo, sin brumas, en forma clara. Nadie habló de Dios en manera tan natural. Es en verdad como si hablara de sí mismo: uno de los rasgos prodigiosos de su imagen. Porque Su pensamiento, como Dios mismo no está limitado por el tiempo ni por el espacio: el misterio del futuro no le turba, sabe lo por venir y lo anuncia con imprevista claridad, dominando, a la vez, y en absoluto, el secreto de los pueblos y de los corazones, anunciando un mundo nuevo que va a brotar al pie de su cruz. Todo lo decía con la más diáfana expresión que conocemos, porque jamás pensamiento tan hondo fue atrapado en palabras más sencillas. En fórmulas breves y precisas encerró las leyes eternas de las cosas, las señales de la inmortalidad, los principios de la familia y de toda la sociedad, las causas y sus efectos, las enfermedades y sus remedios. No temió al dolor. Bebía vino y consideraba al sexo y sus consecuencias como una actitud normal humana, no juzgaba estas razones: Un día, los fariseos -para turbarlo públicamente- llevaron al Cristo a una mujer sorprendida en adulterio (Juan VIII). Según la ley de Moisés, la mujer debía morir apedreada. Y los fariseos estaban seguros de plantearle en esta ocasión un problema sin salida: si ordenaba que la apedrearan, lo acusarían de crueldad, y si, al contrario, ordenaba no hacerlo, le acusarían de violar la Ley y de escándalo. Acercándose con fingida humildad, le plantearon el caso.

   “¿Qué dices tú sobre esto?” -le preguntaron.

   Él, con gran tacto se puso a dibujar en la arena, mientras daba su formidable respuesta: “El que está sin pecado, arroje la primera piedra”.

   Nadie se atrevió, y se retiraron. Luego, Jesús levantó los ojos y le dijo a la mujer: “¿Dónde están tus acusadores?  ¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no vuelvas a pecar”.

   Nunca escarmentaron sus enemigos, y se les ocurrió toda clase de tretas para inmiscuirlo. Quizás el aspecto que más pesaba a los judíos, entre los sometimientos de que eran objeto por dominación romana, era el pago de impuestos. Si era Dios el único rey de los judíos, ¿por qué pagar tributo a Roma? Además, los profetas contaban visiones acerca de que el Mesías prometido liberaría a Israel del sometimiento extranjero. Pensaron (Marcos XII, 13-17): “¿Y si cuestionamos a este hombre si debemos pagar o no los impuestos al César?”. Él se debía equivocar de una u otra forma: si su respuesta era afirmativa, estaba en contra de Israel, y por lo tanto no era el Mesías. Si contestaba negativamente, lo prenderían los romanos por sedición. Pero antes de que hablaran siquiera, cuando se presentaron a Jesús, éste les dijo:

   “-Hipócritas, ¿Por qué venís a tentarme? Mostradme la moneda que  debéis pagar”.

   Le presentaron un denario romano.

   “-¿De quién es esta efigie y esta inscripción?

   -De César.

   -Pues bien, dad al César lo que es del César. Y a Dios lo que es de Dios”.
   Había transmutado la situación: ahora, si ellos usaban la moneda romana, reconocían el poder del emperador, y por consiguiente, del pago del impuesto.  Y como eran a la vez el pueblo elegido, debían su tributo de obediencia a Dios y la Ley que vaticinaba la llegada del Hijo hecho Hombre.


EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes

(Publicado en Fragmentos en Revista "Vogue" y
 Diario "El Mexicano", B.C.N.)
ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.

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