
Por Waldemar Verdugo Fuentes.
DOS
Buddha recibió su educación de acuerdo a su rango de príncipe, se casó y
tuvo un hijo. A los 29 años abandonó en secreto su palacio y se hizo un buscador
del camino. Temía al dolor, que amenaza la felicidad, y luego de buscar cura
para su mal, a través de maestros y en la ascesis, un día renunció al camino,
desalentado. Ya de noche, debajo del árbol en que estaba alcanzó la iluminación,
y supo las causas que generan el sufrimiento. Esto ocurrió en la India oriental,
en lo que hoy se llama Buddah Gaya, santuario de los que profesan esta fe: alrededor de 200
millones de personas. En la legendaria ciudad de Benarés, donde hay una
universidad de excepción, predicó Buddah por primera vez su doctrina, y lo hizo
a cinco de sus antiguos maestros, que le creyeron. A estas conversiones siguieron
otras de atraídos por la nueva disciplina moral que planteó Buddah en su tiempo:
él encerró sus ideas en el llamado Sermón de Benarés, identificando en la vida
dos senderos: el del camino del medio y el de las cuatro verdades nobles. El camino
del medio propone evitar los extremos de la risa y del llanto.
Las
cuatro verdades budistas son: 1) La existencia es dolorosa; 2) La causa de ello
es el apego a los objetos sensibles; 3) Necesidad de dominio sobre uno mismo y
sus actos (el karma), y 4) Asumir una actitud recta, en base al conocimiento,
ante las actividades humanas de pensar, decidir, hablar, obrar, vivir, esforzarse, atender y
concentrarse. Buddah funda su credo sobre la base de una conducta personal,
pero no afirma ni niega el alma, ni siquiera insinúa que sea algo trascendente:
por ser ajena al poder de la causa y del efecto. Para alcanzar el nirvana (que
es un concepto indefinible, pues sólo puede experimentarse cuando se ha llegado
a la santidad), Buddah dicta la abstención de bebidas alcohólicas, la
continencia sexual, la vida moralmente recta y la constante meditación y
contemplación en un proceso intuitivo. Entiende como uno de los suyos a todas
las personas que se apartan del mundo aspirando al nirvana en esta existencia y
más allá en el futuro, a través del dominio de sí mismo. Formalmente el budismo nació como reacción
contra el formulismo ritual y el intelectualismo de los brahamanes (que se
remontan al período más reciente de la religión india). Buddah predicó durante
cuarenta años por toda la India del nordeste; murió a los ochenta en Kusinara.
Pronto su escuela se abrió en tres corrientes principales: hinayana (“pequeño
vehículo”), que se caracteriza por su austeridad y racionalismo que la vuelven
impropia para una religión que anhela llegar a todos; mahayana (“gran vehículo), más tardía, cuya
actitud mística proporciona una base metafísica al sentimiento de solidaridad
de todos los seres y que, en lugar de aspirar al nirvana, como el pequeño
vehículo, busca la bodhi (“iluminación”) y la posibilidad de convertirse en
buddah (“iluminado”). En el libro sagrado Vajrayana (“Vehículo de diamantes”),
aparecido hacia el siglo VII, se promete la salvación por medio de la
recitación de fórmulas mágicas y una técnica de prácticas metapsíquicas. La
primera corriente representa la disciplina moral, la segunda un elevado misticismo
y la tercera la magia. Cada uno de los tres vehículos, a su vez, se dividió en
numerosas escuelas, entre las que es muy difícil trazar un límite preciso en la
actualidad.
Similar suerte ha tenido la religión formada por Lao-Tsze, que rescató y
dio un nombre -Tao- a la más antigua filosofía que se conoce, que sólo cito
aquí. A cuyo encanto me acercó el maestro Jorge Luis Borges. Lao-Tsze ni
siquiera predicó su doctrina. Se sabe que un día, ya anciano, y habiendo
trabajado toda su vida como bibliotecario de la dinastía imperial de los Chou,
en el siglo VI a. J.C., el hombre simplemente abandonó la capital de China
caminando en dirección a Mongolia. Nadie tuvo otra vez noticias de él, pero la
tradición cuenta que al explicarle al guardia fronterizo su razón para cruzar,
lo convirtió a su pensamiento; que este guardia, identificado con el nombre de
Yin-hsi, habría de rescatar en un pequeño libro de 81 poemas, el Tao-Te-Ching,
(Libro del Camino). El taoísmo insinúa como norma del comportamiento humano la
no-intervención en el orden natural de las cosas, a través del llamado “hacer
al no hacer”. Lao-Tsze dijo que el cuervo no necesita teñir sus alas de negro
para mantener su color negro; ni el cisne ser bañado cada mañana para que siga
siendo blanco: el cuervo y el cisne son de un color por sí mismos. Al paso de
los siglos esta antiquísima filosofía fue invadida por la magia, el ocultismo y
la alquimia. Originalmente, Lao-Tsze es el primer sabio en hablar de “camino
único”, de un solo Dios omnisciente y omnipotente, afirmando que todas las cosas
que vemos y sentimos y tocamos están impregnadas de Su esencia:
“El
Tao es una vasija vacía que se usa y nunca se llena. ¡Oh impenetrable fuente de
las diez mil cosas! Tao mitiga lo agudo. Desenreda lo enredado. Suaviza lo resplandeciente.
¡Oh profundidad oculta aunque siempre presente! Yo no sé de dónde viene. Es el
antepasado de los hombres” (TAO, 4, de la traducción de Lyn-Yutang y Omar Peña
del inglés que corregimos en su versión en nuestro idioma con el maestro
Borges, quien me dijo que luego de conocer el camino del Tao, nunca había vuelto
a buscar algo en su vida).
Lao-Tsze nunca se comparó al Tao o Dios, al contrario: narra el guardia
que escribió su pensamiento que antes de nombrar a Tao: "el maestro Lao se
inclinaba reverente por la osadía de rozarle con su voz". El sabio
Lao-Tsze hacía las cosas como si no las hiciera de tan respetuoso para no
alterar el libre curso de las cosas, era la humildad suprema. Y Jesús también,
pero, paradojalmente, nombrándose Dios mismo, y realizando hechos milagrosos
que involucraban a muchas personas impactadas, cuya única respuesta era:
"Yo soy Dios".
Algo
inexplicable, pues si se trata de fundar una religión, lo usual es proclamarse
“enviado de Dios”, así la doctrina está “avalada” por Dios. Pero proclamarse Dios es una mentira
imposible de mantener, ya que un instante basta para darse cuenta que un semejante
no es Dios. Si alguien hoy viene y se nos presenta diciendo: “Yo soy Dios”,
sonreímos. Es obvio que no lo vamos a creer. Sin embargo, así actuó Jesucristo:
un día se apareció en las calles afirmando que Él era el camino, la verdad y la
vida. Pero óigame, ¡qué fantástico! ¿Por qué decir algo tan desconcertante? El
hecho es así y no se puede evadir. Es de tal severidad este terreno que en sus
límites raramente se apela a la fe. En este aspecto se ha optado por tomar la
actitud de seriedad con que un científico manipula un cerebro, la misma
seriedad con que era cercenado el cuello de un vecino o una reina durante la revolución francesa o es aplicada
aún la infame pena de muerte en países bárbaros. Aquí es necesario impregnarse
de esa serenidad y atención que envuelve a los niños cuando juegan. En este
terreno hay que apelar a esa facultad fría de la razón, porque si alguien se
nos presenta y nos dice que es Dios, pensaríamos que está loco y se cree Dios,
o bien, éste quiere engañarme y me dice eso por si le creo. Cualquiera, pienso,
juzgaría dentro de lo probable: o el infeliz se engaña a sí mismo o quiere
engañar. Pero, si ninguna de esas posibilidades se verifica, aún así, ¿su
afirmación es verdad?
¿Jesucristo se creyó Dios sin serlo y lo afirmaba porque se creía
divino? Hoy vemos mucha gente que se proclama de muchas cosas, hay políticos
que se creen reyes, hay innumerables profetas y muchos narran tener visiones
angélicas o ser abducidos por extraterrestres.
Pero es claro que Jesús dijo ser más que un simple visionario y, si bien
proclamó que su reino no era de este mundo, también afirmaba gobernar sobre
todas las formas imaginables, o sea, se atribuía los poderes y derechos que le
atribuimos a Dios; Jesús se dijo “único
legislador” al cual deben adorar todas las naciones. En verdad, si Jesús era un
alucinado, no era uno cualquiera. Pues afirmar algo tan inverosímil en medio de
un pueblo tan religioso como el judío, si no es verdadero es una locura. Certifica
la ciencia médica que esa clase de enfermo mental que se cree lo que no es,
denominado paranoico, es tanto más loco cuanto mayor es su desconexión con la
realidad. O sea, mientras más distancia hay entre lo que el individuo es y lo
que cree ser, peor está su salud mental, precisamente porque presenta un mayor
desvarío de la razón: el que se cree chimpancé es menos loco que el que se cree
Tarzán, y es menos loco que el que se cree árbol. Sin embargo, la distancia que separa el
concepto de Dios del concepto de cualquiera de sus creaciones, es insondable.
Por eso, creerse Dios es lo más raro, y es la razón de que a través de la
historia muchos han tildado así a Jesús: Herodes se dirigía a Él como se habla
a un loco, entonces fue que el Cristo hiciera el mayor desaire que hiciera
jamás, no diciendo cosa alguna al político, ignorando sus palabras. Otros
persisten en tildarlo de mitómano: ¿Jesús mintió a propósito? La misma ciencia
médica a que hemos apelado se ha ocupado también de esto. Algunos científicos
como Hermann Minkowski (que fundó la geometría de los números y sentó las bases
del universo de cuatro dimensiones), o como George Dumas, uno de los creadores
de la sicología científica, por citar dos, han razonado más o menos así: un enfermo de creerse lo que no es, presenta
el cuadro de un descentrado intelectual que tiene una idea fija y presenta
ciertas características como irritabilidad, impresionabilidad, orgullo, estados
alternados de exaltación morbosa y profundo abatimiento, con frecuentes alucinaciones.
Y Jesús no presenta ninguno de estos síntomas, ni uno solo.
Él
sólo afirma ser la divinidad cuando es interrogado en relación a esto, cuando
se lo exigen. Él nunca muestra la persistencia de la idea fija, tan sobrio es
en relación a esto, que si tal afirmación se borrara, el Evangelio no sería
sustancialmente modificado. Tampoco se irrita cuando los oyentes se niegan a
creerle, otro rasgo típico del mitómano. Él era la paz misma; rodeado siempre
de enemigos -los fariseos- nunca se molesta.
Cuando lo hostilizan demasiado, sólo responde: “Si no creéis a mis
palabras, creed a mis obras”. Jamás hombre alguno fue más dueño de sí mismo. No
le impresionaban aquellos que le adularon ni el odio feroz que despertó, ni le
perturbó la insistencia grosera con que sus propios discípulos le pedían de su
misión.
En
este aspecto, impresiona cómo narran los evangelistas cuando ante el Sanedrín,
frente a un tribunal resuelto a condenarle, Jesucristo conserva toda su
majestuosidad, y su figura se agiganta aún más a medida que transcurren los
minutos; mientras a su alrededor todo parece empequeñecer y sumergirse en
sombras, Jesús más se envuelve en luz. Nunca su temperamento sufrió altibajo.
Se diría que nadie ha sido tan igual en su carácter, más rectilíneo y
definitivo. Por algo, es ese dominio cabal sobre sí mismo el que casi todos
tratamos de igualar desde hace dos mil años, sin conseguirlo nadie más. Ahora
bien, si para la ciencia, el hombre que más se aleja de la realidad, mayor desaciertos
comete, ¿dónde están esas incoherencias en la prédica de Jesús? Porque es
cierto que de Su palabra rescatada en el Evangelio, sólo sacamos principios
admirables, sabias lecciones y fecundas sentencias. Su moral es lógica y
portentosa. Jesús siempre levanta: aún las pequeñas cosas enaltece,
transmutándolas en luminosos principios. Siempre parece dominar todo, sin
brumas, en forma clara. Nadie habló de Dios en manera tan natural. Es en verdad
como si hablara de sí mismo: uno de los rasgos prodigiosos de su imagen. Porque
Su pensamiento, como Dios mismo no está limitado por el tiempo ni por el
espacio: el misterio del futuro no le turba, sabe lo por venir y lo anuncia con
imprevista claridad, dominando, a la vez, y en absoluto, el secreto de los
pueblos y de los corazones, anunciando un mundo nuevo que va a brotar al pie de
su cruz. Todo lo decía con la más diáfana expresión que conocemos, porque jamás
pensamiento tan hondo fue atrapado en palabras más sencillas. En fórmulas
breves y precisas encerró las leyes eternas de las cosas, las señales de la
inmortalidad, los principios de la familia y de toda la sociedad, las causas y
sus efectos, las enfermedades y sus remedios. No temió al dolor. Bebía vino y
consideraba al sexo y sus consecuencias como una actitud normal humana, no
juzgaba estas razones: Un día, los fariseos -para turbarlo públicamente-
llevaron al Cristo a una mujer sorprendida en adulterio (Juan VIII). Según la
ley de Moisés, la mujer debía morir apedreada. Y los fariseos estaban seguros
de plantearle en esta ocasión un problema sin salida: si ordenaba que la
apedrearan, lo acusarían de crueldad, y si, al contrario, ordenaba no hacerlo,
le acusarían de violar la Ley y de escándalo. Acercándose con fingida humildad,
le plantearon el caso.
“¿Qué dices tú sobre esto?” -le preguntaron.
Él,
con gran tacto se puso a dibujar en la arena, mientras daba su formidable
respuesta: “El que está sin pecado, arroje la primera piedra”.
Nadie se atrevió, y se retiraron. Luego, Jesús levantó los ojos y le
dijo a la mujer: “¿Dónde están tus acusadores?
¿Ninguno te ha condenado? Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no
vuelvas a pecar”.
Nunca escarmentaron sus enemigos, y se les ocurrió toda clase de tretas
para inmiscuirlo. Quizás el aspecto que más pesaba a los judíos, entre los sometimientos
de que eran objeto por dominación romana, era el pago de impuestos. Si era Dios
el único rey de los judíos, ¿por qué pagar tributo a Roma? Además, los profetas
contaban visiones acerca de que el Mesías prometido liberaría a Israel del
sometimiento extranjero. Pensaron (Marcos XII, 13-17): “¿Y si cuestionamos a
este hombre si debemos pagar o no los impuestos al César?”. Él se debía
equivocar de una u otra forma: si su respuesta era afirmativa, estaba en contra
de Israel, y por lo tanto no era el Mesías. Si contestaba negativamente, lo
prenderían los romanos por sedición. Pero antes de que hablaran siquiera,
cuando se presentaron a Jesús, éste les dijo:
“-Hipócritas, ¿Por qué venís a tentarme? Mostradme la moneda que debéis pagar”.
Le
presentaron un denario romano.
“-¿De quién es esta efigie y esta inscripción?
-De
César.
-Pues bien, dad al César lo que es del César. Y a Dios lo que es de
Dios”.
Había
transmutado la situación: ahora, si ellos usaban la moneda romana, reconocían
el poder del emperador, y por consiguiente, del pago del impuesto. Y como eran a la vez el pueblo elegido,
debían su tributo de obediencia a Dios y la Ley que vaticinaba la llegada del
Hijo hecho Hombre.
EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes
(Publicado en Fragmentos en Revista
"Vogue" y
Diario
"El Mexicano", B.C.N.)ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.
Registro de Propiedad Intelectual N°
137.433 Enero 6 de 2004
Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos
de Chile
ENLACE