Por Waldemar Verdugo Fuentes.
De los milagros de Jesucristo, los antecedentes
históricos dicen que no fueron fenómenos aislados, sino una serie de hechos que
permiten comprobaciones múltiples, que han construido en torno a su figura y
doctrina un conglomerado de sucesos reales envueltos en sutilísima magia, sin
que mitifiquen el total de sus actuaciones taumatúrgicas, que convierten al
milagro en un nuevo argumento de la omnipotencia divina. En Juan (VII, 20) el
Bautista envía a algunos de sus discípulos para que le pregunten: “¿Eres el que
había de venir o esperamos a otro?”. Y Jesús responde: “Id y anunciad a Juan lo
que habéis visto y habéis oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los
leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son
evangelizados...”
A
Jesucristo comúnmente le pidieron que realizara un milagro como prueba de su
divinidad. Él no negó su poder. Es así como el Evangelio es una red de tejidos
sencillos que ordenan la naturaleza y de actos prodigiosos que la trastornan;
es una serie de cuatro escritos en que lo real y lo irreal están íntimamente
ligados. Algunos milagros los narran los cuatro autores, otros los conocemos
por lo que dijo uno solo de ellos: Mateo narra 24 hechos prodigiosos; Marcos,
22; Lucas 24, y Juan narra 9. La
variedad es sorprendente sólo por enumeración: por intervención directa en el
orden de la naturaleza, se incluye la obediencia del mar y el viento, y se
cuentan al menos 10 hechos; el vino de Caná, dos pescas milagrosas, una
tempestad apaciguada, camina sobre las aguas y enseña a Pedro cómo hacerlo, la
moneda en la boca del pez, dos multiplicaciones de pan, la higuera seca, la
transfiguración, su invisibilidad en un momento en que le quieren apedrear, y
la entrada al cenáculo con las puertas cerradas. Libera a 7 poseídos por el mal
en diversas circunstancias. Resucita de entre los muertos a 3 personas: la hija
de Jairo, el hijo de la viuda de Naim y a Lázaro. Sus curaciones son muchas, y
al menos quince de ellas nos han llegado en detalle: un leproso, la suegra de
Pedro, dos paralíticos, el hijo del príncipe de Cafarnaúm, el hombre de la mano
seca, el servidor del Centurión, la hemorragia, los dos ciegos, el sordomudo,
el ciego de Betsaida, el hidrópico, los diez leprosos, los ciegos de Jericó, un
ciego de nacimiento, la oreja de Malcus. No hay en la actuación de Jesús un
factor común aparte del hecho milagroso, ni siquiera la fe del favorecido es
necesaria, porque, como en el caso del ciego de nacimiento, éste no esperaba ni
pidió ser curado.
El
procedimiento milagroso que usó también es múltiple: aquí una orden, allá una
palabra, a veces un suave rozar de su mano o con sólo ser tocada la orla de su
manto... algunas veces ora antes de proceder, o usa un poco de barro; incluso algunos le piden y deben suplicarle
antes de que acceda al prodigio. En ocasiones el favorecido está lejos y actúa
a distancia o perdona primero los pecados del favorecido o simplemente actúa
sin que nada lo premedite. Nada parece obedecer más que a su deseo. Él repite
con frecuencia:
“Si
no creéis a mi palabra, creed a mis obras”.
Cuando resucita a Lázaro anuncia que lo hará para que la multitud que
contempla “crea que su Padre lo ha enviado”. Y narra el Evangelio: “Tal fue el
principio de los signos de Jesús en Caná de Galilea, y este principio manifestó
Su gloria”. Por supuesto que las personas comenzaron a creer en Jesús después
de ver sus milagros: “Cuando se puso el sol todos los que tenían enfermos con
males diversos, se los llevaban, y Él les imponía las manos y los sanaba”
(Lucas, IV). Cuando sus enemigos se reunieron formalmente para acabarle, dicen:
“¿Qué vamos a hacer? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos seguir,
todos creerán en Él” (Juan, XI, 47).
En
la actuación de Jesucristo también hay fenómenos en que no intervino directamente,
pero que le conciernen, como las señales de su nacimiento o los prodigios colectivos.
En verdad no existe otra doctrina a partir de la cual se toma una actitud en la
vida asentada en la posibilidad del milagro. Según su historia, nunca se valió
sin reservas de su poder natural, lo que por cierto hubiera dificultado su plan
más que auxiliarlo, porque la acción súbita del hecho milagroso debe oprimir de
inmediato la razón y hacer tambalear la libertad. Si Jesucristo hubiera actuado
sin reservas, hubiese impactado las facultades de quienes le vieran actuar,
inspirando más impresión que respeto. Él evitó esto cuidadosamente, y el
Evangelio nos lo muestra siempre sutilmente reservado en el despliegue de Su
poder: la necesidad, la súplica, la fe desatan sus manos; nunca el orgullo o la
pasión. Jamás hizo mal valiéndose de su fuerza sobre las cosas naturales. Y
esta actitud le ayudó a ser comprendido por todos, pues demostró una paciencia
ilimitada en los ataques que sufrió. Parece que, en verdad, inspiraba tal
confianza a pesar de Su poder, que los fariseos lo creían desarmado por propia
voluntad. Y tenían razón. Se ha dicho que esta reserva en el uso de su poder
sobrenatural quizás sea la obra maestra del Hacedor de Milagros.
Este
aspecto de lo que sabemos que fue Su ministerio terrenal, es de lo más
desconcertante. Porque, si bien el Evangelio afirma que Jesucristo realizaba
hechos prodigiosos, ¿reúnen estos las características necesarias para ser
considerados milagrosos? O sea, ¿fueron hechos sensibles, fuera de las leyes
ordinarias de la naturaleza y explicables sólo por la intervención de Dios?
Respecto a lo primero, parece no existir duda: los milagros que narran los
evangelistas son hechos sensibles, reales, los vio la gente. Ocurrían a la luz
pública, sin una oculta o previa iniciación, en sitios y condiciones diversas,
ante grandes muchedumbres e involucraban personas que toda la comunidad
conocía. Hubo testigos, o sea que fueron hechos reales, vividos. ¿Qué calidad
tenían los testigos? ¿No sería un grupo de crédulos por necesidad? Por inconsciencia,
por costumbre, se ha hecho normal imaginar que los demás son inferiores, en
alguna manera, a uno, menos que el yo-mismo. Se piensa que los otros no averiguan
bien, que no oyen ni ven bien, que nadie es mejor que uno mismo. No creemos,
generalmente, hasta que no vemos. Esta desconfianza en el testimonio de los
demás es inherente a la raza humana, es la que nos hace creer que posiblemente
los contemporáneos de Jesús no averiguaron bien aquellos hechos, o que eran
unos crédulos. ¿No es lógico creer que nuestras aprehensiones al respecto ellos
también las tenían? Lo que nosotros haríamos en un caso semejante -dudar- ¿No
es lo que hubiera hecho quien sea? Porque el anhelo por conocer la verdad es
atributo de todos, porque la cultura humana la sostiene, justamente, el pueblo,
todos, a partir de la familia, que, se ha dicho tanto, está conformada por los
seres todos.
El
fenómeno cultural se realiza sólo mediante la difusión y empleo de cuanto las
facultades humanas han sido capaces de crear en conjunto, unidos por reflejo y
a fuerza de actividad, imaginación y estudio. Esta universalidad es un aspecto
altamente controvertido del cristianismo, por las diferencias sociales que
indica quitar de raíz. Y la causa de que fueran esencialmente los fariseos
quienes cercaban siempre al Hacedor de Milagros, siguiéndolo por todas partes,
espiándolo y convirtiéndose, a pesar suyo, en testigos de su cabalidad, porque
no tenemos un solo testimonio de ellos que acuse a Jesús de superchería. Hacían
otra cosa: atribuían sus milagros a la fuerza del mal, diciendo “viene de
Belcebú”. Aunque los fariseos, además del temor que sentían de ver de pronto
criticado su orden económico, tenían otras razones para negarse. Era que ellos
veían en Moisés la expresión genuina de la voluntad de Dios. Moisés había
dictado la ley y nadie debía tocarla. Pero, de repente se aparece este humilde
carpintero y se otorga el derecho de dictar otra ley y completar la de Moisés.
No podía venir de Moisés, era inverosímil, y en este aspecto era razonable. ¿Si
ellos hubiesen comprobado que los milagros de Jesús no eran verdaderos, habrían
callado? Es dudoso, por lo que se tiende a pensar que si los fariseos no
negaron los milagros de Jesús es porque no podían hacerlo, tal era su verdad,
pero sí podían atribuirlos a las fuerzas oscuras de la naturaleza. Esta es la
razón de que, para muchos, la vida de Jesús es la historia de sus milagros.
Para
observar un fenómeno no se requiere preparación académica. Un ciego que ve, una
higuera se seca súbita, un leproso al cual se le recomponen las carnes, un mudo
que habla, eso vieron y creyeron los testigos de su tiempo: no necesitaron más
que estar ahí. Es dable anotar que ya en la misma época en que actuó el Hacedor
se investigó la naturaleza de sus hechos milagrosos. En el capítulo IX del
Evangelio de Juan se lee:
“Al
pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento.
Y
sus discípulos le preguntaron: -Maestro, ¿qué pecados son la causa de que éste haya nacido ciego, los suyos o
los de sus padres?
Respondió Jesús: -"No es por
culpa de éste, ni de sus padres, sino para que las obras del poder de Dios resplandezcan
en él. Conviene que yo haga las obras de Aquél que me ha enviado, mientras dura
el día; luego viene la noche de la
muerte, cuando nadie puede trabajar.
Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo".
Así
que hubo dicho esto, escupió en la tierra, y formó lodo con la saliva, y
aplicólo sobre los ojos del ciego.
Y
díjole: -"Anda y lávate en la piscina de Siloé".
Fuese pues, y lavóse allí, y volvió con vista.
Por
lo cual los vecinos, y los que antes le habían visto pedir limosna decían: -¿No
es éste aquél que sentado allá pedía limosna?
-Este es, respondían algunos.
Y
otros decían: -No es él, sino alguno que se le parece.
Pero
él decía: -Si soy yo.
Le
preguntaban, pues: -¿Cómo se te han abierto los ojos?
Respondía: -Aquel hombre que se llama Jesús, hizo un poquito de lodo y
lo aplicó a mis ojos, y me dijo: "Ve a la piscina de Siloé y lávate
allí". Yo fui y me lavé, y veo.
Preguntáronle: -¿Dónde está éste?
Respondió: -No lo sé.
Llevaron, pues, a los fariseos al que antes estaba ciego.
Es
de advertir que cuando Jesús formó el lodo y le abrió los ojos, era día sábado.
Nuevamente,
pues, los fariseos le preguntaban también cómo había logrado la vista. Él les respondió:
-Puso lodo sobre mis ojos, me lavé y veo.
Sobre lo que decían algunos de los fariseos: "No es enviado de Dios
este hombre, pues no guarda el Sábado". Otros, empero, decían: -¿Cómo un
hombre pecador puede hacer tales milagros?
Y
había disensión entre ellos.
Dicen, pues, otra vez al ciego: -Tú ¿Qué dices del que te ha abierto los
ojos? Respondió: -Que es un profeta.
Pero
por lo mismo no creyeron los judíos que hubiese sido ciego y recibido la vista,
hasta que llamaron a sus padres.
Y
les preguntaron: -¿Es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació
ciego? ¿Pues cómo ve ahora?
Sus
padres les respondieron diciendo:
-Sabemos que éste es hijo nuestro y que nació ciego. Pero cómo ahora ve,
no lo sabemos; ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos; preguntádselo a él; edad tiene, él dará razón
de sí.
Esto
dijeron sus padres por temor a los fariseos; porque ya éstos habían decretado
echar de la sinagoga o excomulgar a cualquiera que conociese a Jesús por el
Cristo o el Mesías.
Por
eso sus padres dijeron: Edad tiene, preguntádselo a él.
Llamaron, pues, otra vez al hombre que había sido ciego y dijéronle: -Da
gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.
Mas
él les respondió: -Si es pecador, yo no lo sé;
sólo sé que yo antes era ciego, y ahora veo.
Replicáronle: -¿Qué hizo Él contigo?
¿Cómo te abrió los ojos?
Respondió: -Os lo he dicho ya, y lo habéis oído. ¿A qué fin queréis
oírlo de nuevo? ¿Si será que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?
Entonces lo llenaron de maldiciones y por fin le dijeron: -Tú seas su
discípulo, que nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés
le habló Dios, mas éste no sabemos de dónde es.
Respondió aquel hombre, y les dijo: -Aquí está la maravilla, que vosotros no sabéis de dónde es éste, y con
todo ha abierto mis ojos. Lo que sabemos es que Dios no oye a los
pecadores; sino que aquel que honra a
Dios y hace Su voluntad, éste es a quien Dios oye. Desde que el mundo es mundo
no se ha oído jamás que alguno haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento.
Si este hombre no fuese enviado de Dios, no podría hacer nada de lo que hace.
Dijéronle en respuesta: -Saliste del vientre
de tu madre envuelto en pecados, ¿y tú nos das lecciones? Y lo arrojaron
fuera”.
La
historia está ahí y rescata muchos hechos milagrosos de Jesucristo, públicos,
sensibles a su época, con testigos que pudieron comprobar suficientemente la
existencia de tales prodigios. Este es un punto, al menos, en el que están de
acuerdo sus críticos: durante su época se investigaron los milagros del
Hacedor.EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes
(Publicado en Fragmentos en Revista
"Vogue" y
Diario
"El Mexicano", B.C.N.)ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.
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