sábado, 1 de junio de 2013

FRAGMENTO CUATRO DE SEIS.

EL HACEDOR DE MILAGROS
Por Waldemar Verdugo Fuentes.


CUATRO

De los milagros de Jesucristo, los antecedentes históricos dicen que no fueron fenómenos aislados, sino una serie de hechos que permiten comprobaciones múltiples, que han construido en torno a su figura y doctrina un conglomerado de sucesos reales envueltos en sutilísima magia, sin que mitifiquen el total de sus actuaciones taumatúrgicas, que convierten al milagro en un nuevo argumento de la omnipotencia divina. En Juan (VII, 20) el Bautista envía a algunos de sus discípulos para que le pregunten: “¿Eres el que había de venir o esperamos a otro?”. Y Jesús responde: “Id y anunciad a Juan lo que habéis visto y habéis oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados...”

   A Jesucristo comúnmente le pidieron que realizara un milagro como prueba de su divinidad. Él no negó su poder. Es así como el Evangelio es una red de tejidos sencillos que ordenan la naturaleza y de actos prodigiosos que la trastornan; es una serie de cuatro escritos en que lo real y lo irreal están íntimamente ligados. Algunos milagros los narran los cuatro autores, otros los conocemos por lo que dijo uno solo de ellos: Mateo narra 24 hechos prodigiosos; Marcos, 22;  Lucas 24, y Juan narra 9. La variedad es sorprendente sólo por enumeración: por intervención directa en el orden de la naturaleza, se incluye la obediencia del mar y el viento, y se cuentan al menos 10 hechos; el vino de Caná, dos pescas milagrosas, una tempestad apaciguada, camina sobre las aguas y enseña a Pedro cómo hacerlo, la moneda en la boca del pez, dos multiplicaciones de pan, la higuera seca, la transfiguración, su invisibilidad en un momento en que le quieren apedrear, y la entrada al cenáculo con las puertas cerradas. Libera a 7 poseídos por el mal en diversas circunstancias. Resucita de entre los muertos a 3 personas: la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naim y a Lázaro. Sus curaciones son muchas, y al menos quince de ellas nos han llegado en detalle: un leproso, la suegra de Pedro, dos paralíticos, el hijo del príncipe de Cafarnaúm, el hombre de la mano seca, el servidor del Centurión, la hemorragia, los dos ciegos, el sordomudo, el ciego de Betsaida, el hidrópico, los diez leprosos, los ciegos de Jericó, un ciego de nacimiento, la oreja de Malcus. No hay en la actuación de Jesús un factor común aparte del hecho milagroso, ni siquiera la fe del favorecido es necesaria, porque, como en el caso del ciego de nacimiento, éste no esperaba ni pidió ser curado.

   El procedimiento milagroso que usó también es múltiple: aquí una orden, allá una palabra, a veces un suave rozar de su mano o con sólo ser tocada la orla de su manto... algunas veces ora antes de proceder, o usa un poco de barro;  incluso algunos le piden y deben suplicarle antes de que acceda al prodigio. En ocasiones el favorecido está lejos y actúa a distancia o perdona primero los pecados del favorecido o simplemente actúa sin que nada lo premedite. Nada parece obedecer más que a su deseo. Él repite con frecuencia:

   “Si no creéis a mi palabra, creed a mis obras”.

   Cuando resucita a Lázaro anuncia que lo hará para que la multitud que contempla “crea que su Padre lo ha enviado”. Y narra el Evangelio: “Tal fue el principio de los signos de Jesús en Caná de Galilea, y este principio manifestó Su gloria”. Por supuesto que las personas comenzaron a creer en Jesús después de ver sus milagros: “Cuando se puso el sol todos los que tenían enfermos con males diversos, se los llevaban, y Él les imponía las manos y los sanaba” (Lucas, IV). Cuando sus enemigos se reunieron formalmente para acabarle, dicen: “¿Qué vamos a hacer? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos seguir, todos creerán en Él” (Juan, XI, 47).

   En la actuación de Jesucristo también hay fenómenos en que no intervino directamente, pero que le conciernen, como las señales de su nacimiento o los prodigios colectivos. En verdad no existe otra doctrina a partir de la cual se toma una actitud en la vida asentada en la posibilidad del milagro. Según su historia, nunca se valió sin reservas de su poder natural, lo que por cierto hubiera dificultado su plan más que auxiliarlo, porque la acción súbita del hecho milagroso debe oprimir de inmediato la razón y hacer tambalear la libertad. Si Jesucristo hubiera actuado sin reservas, hubiese impactado las facultades de quienes le vieran actuar, inspirando más impresión que respeto. Él evitó esto cuidadosamente, y el Evangelio nos lo muestra siempre sutilmente reservado en el despliegue de Su poder: la necesidad, la súplica, la fe desatan sus manos; nunca el orgullo o la pasión. Jamás hizo mal valiéndose de su fuerza sobre las cosas naturales. Y esta actitud le ayudó a ser comprendido por todos, pues demostró una paciencia ilimitada en los ataques que sufrió. Parece que, en verdad, inspiraba tal confianza a pesar de Su poder, que los fariseos lo creían desarmado por propia voluntad. Y tenían razón. Se ha dicho que esta reserva en el uso de su poder sobrenatural quizás sea la obra maestra del Hacedor de Milagros.

   Este aspecto de lo que sabemos que fue Su ministerio terrenal, es de lo más desconcertante. Porque, si bien el Evangelio afirma que Jesucristo realizaba hechos prodigiosos, ¿reúnen estos las características necesarias para ser considerados milagrosos? O sea, ¿fueron hechos sensibles, fuera de las leyes ordinarias de la naturaleza y explicables sólo por la intervención de Dios? Respecto a lo primero, parece no existir duda: los milagros que narran los evangelistas son hechos sensibles, reales, los vio la gente. Ocurrían a la luz pública, sin una oculta o previa iniciación, en sitios y condiciones diversas, ante grandes muchedumbres e involucraban personas que toda la comunidad conocía. Hubo testigos, o sea que fueron hechos reales, vividos. ¿Qué calidad tenían los testigos? ¿No sería un grupo de crédulos por necesidad? Por inconsciencia, por costumbre, se ha hecho normal imaginar que los demás son inferiores, en alguna manera, a uno, menos que el yo-mismo. Se piensa que los otros no averiguan bien, que no oyen ni ven bien, que nadie es mejor que uno mismo. No creemos, generalmente, hasta que no vemos. Esta desconfianza en el testimonio de los demás es inherente a la raza humana, es la que nos hace creer que posiblemente los contemporáneos de Jesús no averiguaron bien aquellos hechos, o que eran unos crédulos. ¿No es lógico creer que nuestras aprehensiones al respecto ellos también las tenían? Lo que nosotros haríamos en un caso semejante -dudar- ¿No es lo que hubiera hecho quien sea? Porque el anhelo por conocer la verdad es atributo de todos, porque la cultura humana la sostiene, justamente, el pueblo, todos, a partir de la familia, que, se ha dicho tanto, está conformada por los seres todos.

   El fenómeno cultural se realiza sólo mediante la difusión y empleo de cuanto las facultades humanas han sido capaces de crear en conjunto, unidos por reflejo y a fuerza de actividad, imaginación y estudio. Esta universalidad es un aspecto altamente controvertido del cristianismo, por las diferencias sociales que indica quitar de raíz. Y la causa de que fueran esencialmente los fariseos quienes cercaban siempre al Hacedor de Milagros, siguiéndolo por todas partes, espiándolo y convirtiéndose, a pesar suyo, en testigos de su cabalidad, porque no tenemos un solo testimonio de ellos que acuse a Jesús de superchería. Hacían otra cosa: atribuían sus milagros a la fuerza del mal, diciendo “viene de Belcebú”. Aunque los fariseos, además del temor que sentían de ver de pronto criticado su orden económico, tenían otras razones para negarse. Era que ellos veían en Moisés la expresión genuina de la voluntad de Dios. Moisés había dictado la ley y nadie debía tocarla. Pero, de repente se aparece este humilde carpintero y se otorga el derecho de dictar otra ley y completar la de Moisés. No podía venir de Moisés, era inverosímil, y en este aspecto era razonable. ¿Si ellos hubiesen comprobado que los milagros de Jesús no eran verdaderos, habrían callado? Es dudoso, por lo que se tiende a pensar que si los fariseos no negaron los milagros de Jesús es porque no podían hacerlo, tal era su verdad, pero sí podían atribuirlos a las fuerzas oscuras de la naturaleza. Esta es la razón de que, para muchos, la vida de Jesús es la historia de sus milagros.

   Para observar un fenómeno no se requiere preparación académica. Un ciego que ve, una higuera se seca súbita, un leproso al cual se le recomponen las carnes, un mudo que habla, eso vieron y creyeron los testigos de su tiempo: no necesitaron más que estar ahí. Es dable anotar que ya en la misma época en que actuó el Hacedor se investigó la naturaleza de sus hechos milagrosos. En el capítulo IX del Evangelio de Juan se lee:

   “Al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento.

   Y sus discípulos le preguntaron: -Maestro, ¿qué pecados son la causa de     que éste haya nacido ciego, los suyos o los de sus padres?

   Respondió Jesús:  -"No es por culpa de éste, ni de sus padres, sino para que las obras del poder de Dios resplandezcan en él. Conviene que yo haga las obras de Aquél que me ha enviado, mientras dura el día;  luego viene la noche de la muerte, cuando nadie puede trabajar.

   Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo".

   Así que hubo dicho esto, escupió en la tierra, y formó lodo con la saliva, y aplicólo sobre los ojos del ciego.

   Y díjole: -"Anda y lávate en la piscina de Siloé".

   Fuese pues, y lavóse allí, y volvió con vista.

   Por lo cual los vecinos, y los que antes le habían visto pedir limosna decían: -¿No es éste aquél que sentado allá pedía limosna? 

   -Este es, respondían algunos.

   Y otros decían: -No es él, sino alguno que se le parece. 

   Pero él decía: -Si soy yo.

   Le preguntaban, pues: -¿Cómo se te han abierto los ojos?

   Respondía: -Aquel hombre que se llama Jesús, hizo un poquito de lodo y lo aplicó a mis ojos, y me dijo: "Ve a la piscina de Siloé y lávate allí". Yo fui y me lavé, y veo.

   Preguntáronle: -¿Dónde está éste?  Respondió: -No lo sé.

   Llevaron, pues, a los fariseos al que antes estaba ciego.

   Es de advertir que cuando Jesús formó el lodo y le abrió los ojos, era día sábado.

   Nuevamente, pues, los fariseos le preguntaban también cómo había logrado la vista.  Él les respondió:

   -Puso lodo sobre mis ojos, me lavé y veo.

   Sobre lo que decían algunos de los fariseos: "No es enviado de Dios este hombre, pues no guarda el Sábado". Otros, empero, decían: -¿Cómo un hombre pecador puede hacer tales milagros?

   Y había disensión entre ellos.

   Dicen, pues, otra vez al ciego: -Tú ¿Qué dices del que te ha abierto los ojos?  Respondió: -Que es un profeta.

   Pero por lo mismo no creyeron los judíos que hubiese sido ciego y recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres.

   Y les preguntaron: -¿Es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació ciego? ¿Pues cómo ve ahora?

   Sus padres les respondieron diciendo:

   -Sabemos que éste es hijo nuestro y que nació ciego. Pero cómo ahora ve, no lo sabemos; ni tampoco sabemos quién le ha abierto los ojos;  preguntádselo a él; edad tiene, él dará razón de sí.

   Esto dijeron sus padres por temor a los fariseos; porque ya éstos habían decretado echar de la sinagoga o excomulgar a cualquiera que conociese a Jesús por el Cristo o el Mesías.

   Por eso sus padres dijeron: Edad tiene, preguntádselo a él.

   Llamaron, pues, otra vez al hombre que había sido ciego y dijéronle: -Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.

   Mas él les respondió: -Si es pecador, yo no lo sé;  sólo sé que yo antes era ciego, y ahora veo.

   Replicáronle: -¿Qué hizo Él contigo?  ¿Cómo te abrió los ojos?

   Respondió: -Os lo he dicho ya, y lo habéis oído. ¿A qué fin queréis oírlo de nuevo? ¿Si será que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?

   Entonces lo llenaron de maldiciones y por fin le dijeron: -Tú seas su discípulo, que nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, mas éste no sabemos de dónde es.

   Respondió aquel hombre, y les dijo: -Aquí está la maravilla, que  vosotros no sabéis de dónde es éste, y con todo ha abierto mis ojos. Lo que sabemos es que Dios no oye a los pecadores;  sino que aquel que honra a Dios y hace Su voluntad, éste es a quien Dios oye. Desde que el mundo es mundo no se ha oído jamás que alguno haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si este hombre no fuese enviado de Dios, no podría hacer nada de lo que hace.

   Dijéronle en respuesta: -Saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados, ¿y tú nos das lecciones? Y lo arrojaron fuera”.
   La historia está ahí y rescata muchos hechos milagrosos de Jesucristo, públicos, sensibles a su época, con testigos que pudieron comprobar suficientemente la existencia de tales prodigios. Este es un punto, al menos, en el que están de acuerdo sus críticos: durante su época se investigaron los milagros del Hacedor.

EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes

(Publicado en Fragmentos en Revista "Vogue" y
 Diario "El Mexicano", B.C.N.)
ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.

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