sábado, 1 de junio de 2013

FRAGMENTO SEIS DE SEIS

EL HACEDOR DE MILAGROS
Por Waldemar Verdugo Fuentes.

SEIS

Jesucristo anunció en varias oportunidades su muerte y resurrección (sólo en el libro de Mateo se puede leer, como ejemplo, capítulos XVI, 21; XVII, 9; XX, 18-19). A partir de ello se han tejido innumerables hipótesis, entre ellas una busca incluso establecer si murió o no en la cruz.  Pues hay quienes plantean que nunca resucitó, porque nunca murió: posiblemente, dicen, al bajarle de la cruz estaba vivo aún “y una vez curado de sus heridas, lógicamente apareció vivo” (según el historiador protestante Henry Pierce, en “View”); esta suposición acepta que a Jesucristo se le vio con vida después del Calvario, y, justamente, para explicarlo afirma que no alcanzó a morir en la cruz. O sea, a pesar de lo que afirman los testigos, es decir quienes le vieron, a pesar de su cuerpo largamente debilitado por la presión, la pérdida de  sangre, las flagelaciones, incluso los azotes públicos camino al monte, luego de las heridas de los clavos en los pies y manos, el golpe de lanza técnicamente inferido en el corazón, en medio del órgano vital según se usaba en aquella época como una forma de rematar a los crucificados, después de la sepulcración ante los ojos de su propia madre, de su discípulo Juan, de la Magdalena, de mujeres y hombres piadosos que le despidieron... ¿No se daban cuenta que el ser amado que sepultaban vivía aún? ¿O es que se confabularon engañando a todos?  Es dudoso por los hechos conocidos.

   ¿Cómo se desencadenó la tragedia del Gólgota? Los Evangelios narran que extraños sucesos acontecieron en Jerusalén cuando el Hacedor de Milagros fue ajusticiado. El cielo se oscureció y aparecieron luces de raros fulgores. Por un instante todo pareció esfumarse, cuando, tras un grito sobrehumano inclinó su cabeza y entregó el alma. Bajo los pies de la gente la tierra comenzó a temblar movida por una soterrada convulsión vasta e interna: las enormes rocas de las laderas de la montaña de la calavera, el Gólgota, cayeron estrepitosas, los grandes peñascos y pedazos de granito se salieron de su sitio y rodaban, partiéndose como si fueran pan y no piedras. Los custodios de los atrios del Templo, en el pueblo, salieron huyendo aterrorizados, gritando que el velo del santo de los santos había sido rasgado por una fuerza invisible, señal de un terrible y misterioso portento. Hacía tiempo que ese velo inmenso remplazaba la sólida división que en los antiguos tiempos separaban los misterios de Dios del lugar sagrado en que los hombres acudían a rezar; el velo evitaba el riesgo de exponer a miradas profanas la sagrada intimidad en el día de la expiación, cuando el sumo sacerdote celebraba en el enigma tras el velo los ritos más solemnes. Era el género de tal tamaño que ninguna mano mortal pudo haber partido los dos rizos y gruesos paños, ahora en jirones batidos por el viento: habían sido despedazados en el  mismo instante en que el hombre en la cruz profirió aquel espantoso grito. Eran casi las tres de la tarde y era el primer viernes Santo, fechado con probabilidad un 7 de abril a 33 años de haber nacido el Hacedor de Milagros. ¿Quién podría engañarse ante signos y presagios tales? El centurión Longino, destinado a velar en el Gólgota, miraba despavorido a su alrededor, sintiendo que la tierra misma quería explotar bajo sus pies, viendo el desprendimiento de las rocas y el cielo enrarecido, algo cambió en su interior y cayó de rodillas, en forma impropia de un oficial romano:

   “¡En verdad este hombre es el Hijo de Dios!”, gritaba, como si hubiese develado el gran secreto.  Acababa de enfrentarse a la verdad y la verdad cambiaría su vida. Al pie de la cruz estaba también María Virgen, y a su lado, sosteniéndola con su dispuesto brazo, se encontraba Juan el elegido: en aquellos momentos, los más tristes de su vida, no soñó Juan que, ya anciano, escribiría todo lo que veía y a través de él verían los siglos posteriores;  no soñó ni pensaba en nada, sólo sabía que un dolor largo le traspasaba el alma;  junto a él estaba su propia madre, María Salomé, y María de Cleofás, y Juana la esposa cristiana de uno de los propios guardias de Herodes. Observando la escena, con la mirada inundada, como muy lejos hasta de sí misma, apartada estaba María Magdalena. A ella Jesucristo la despertó a un sentimiento nuevo, y cuánta hombría había demostrado en sus actos... pensaba la cortesana en que Él fue más que simple compasión. Con qué delicada reserva la iluminó, la hizo crecer de repente, sin revelar más que aquello que concernía. Se repetía la Magdalena Su voz vibrando con la naturalidad del mar: “tus pecados te son perdonados, vete en paz.  Se te ha perdonado mucho porque has amado mucho”. Él está ahora en la cruz. Súbitamente, un amigo tocó el brazo de la Virgen María, que al contacto se volvió enfrentándose con José de Arimatea, el sabio y rico judío miembro de la corte del templo, el Sanedrín donde había sido condenado su hijo. Sabía ella que José de Arimatea y Nicodemo fueron los únicos miembros del consejo que se opusieron a que su hijo fuera condenado; este hombre creía, secretamente, desde las alturas de su alto cargo político. Oyó María:

   -Vengo directamente de donde Poncio Pilatos, señora. Le rogué que me diera el cadáver de tu hijo.  Tengo un plan para su entierro...

   Ella lo miraba desfallecida por el dolor, pero sus ojos también querían saber cuál era ese plan.

   -Pilatos se negó al principio -siguió José de Arimatea-. El procurador se mostró receloso, deseando protegerse a sí mismo. Quería tener la seguridad de que tu hijo, señora, está muerto sin lugar a dudas. E hizo llamar a los centuriones que le crucificaron. ¿Está muerto?, interrogó el procurador. Juraron que sí, y heme aquí con permiso oficial del mismo Poncio Pilatos para bajar el cuerpo, y llevárnoslo.

   En una fracción del tiempo la Virgen María evocó el pasado, cuando otro José, el carpintero, creyó en ella y, en un crepúsculo invernal, había buscado un sitio para que naciera su hijo. Ahora, en la hora de su muerte, otro José llegaba a ocuparse del fruto del Espíritu que cobijó en sus entrañas. Sus ojos volvieron a preguntar.

   -Lo llevaremos al sepulcro que hace tiempo he preparado para mí -siguió el hombre-. Está a corta distancia, en el jardín de mi casa.  Será fácil trasladarlo si no dispones  otra cosa, señora.

   Pero no sería tan fácil. Por dos motivos: la aristocracia del templo exigía tener plena seguridad de la muerte de Jesucristo, y no les bastó lo declarado por los centuriones, cruzándose además los preparativos para lo que era un día Sábado y de fiesta: la que los judíos designan parasceve. Eran alrededor de las cinco de la tarde, y los ritualistas consideraban intolerable la presencia de tres crucificados -un “blasfemo” y dos ladrones- empañando el doble jolgorio con la presencia de sus cuerpos yertos recortando el horizonte. Fueron a ver a Pilatos, explicando éstos que deseaban el retiro de los cadáveres, y aquellos considerando la necesidad de verificar la muerte del ajusticiado blasfemo.

   Está escrito que Anás y su yerno, Caifás, con ominosos semblantes amenazadores, dijeron: “Procurador, el carpintero dijo mientras vivía: Al cabo de tres días resucitaré. Ordena, pues que el sepulcro en que será puesto, sea  custodiado hasta el tercer día" (Mateo, XXVII, 63).

   Pilatos los miró desconcertado: ¿Acaso sus temores y suspicacias no habían muerto junto con la muerte de ese hombre?  Ellos dijeron: “Es que pueden ir sus discípulos a robarlo y entonces dirán al pueblo: Se ha levantado de entre los muertos".

   Con un encogimiento de hombros, cedió Pilatos ante  los  judíos. Y la  colina se pobló de soldados romanos que impidieron a José de Arimatea y sus gentes bajar el cuerpo de Jesucristo. Lo hicieron quienes portaban las  nuevas órdenes: trepados en escalas, llevando en las manos horquillados martillos para desclavar a los crucificados, realizaron su horrible faena. Porque no se trataba sólo de desprender las manos y los pies de los clavos, sino de cumplir también lo ordenado: romper los huesos para que no quedase duda de la muerte. Quebraron los huesos de Dimas, el ladrón conversó en su minuto final; quebraron los huesos del cuerpo del ladrón impenitente. Pero, cuando se aprontaban a quebrar las piernas de Jesús, el centurión Longino dijo algo, y levantando una lanza, brillante en la acritud de la hora del crepúsculo de la tarde, atravesó con ella el corazón del Hijo del Hombre, abriendo una herida de la cual manó sangre y agua, señal primera de redención y la segunda de los siglos bautismales venideros. Con tal herida, nadie dudaría que estaba muerto, y entregaron de inmediato el cuerpo. Escribe Juan el amado: “El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, él sabe que dice la verdad para que vosotros creáis;  porque esto sucedió para que se cumpliese la Escritura”.

   José de Arimatea tenía todo dispuesto: el fino lienzo, los sirvientes que habían de ayudarle a recibir el cuerpo de Jesús y depositarlo en el regazo de su madre, sentada al pie de la cruz. Luego lo transportaron por un camino en el campo hasta el sepulcro.  Jesús había nacido en una gruta, y en otra gruta ponían su cuerpo herido. Las dolientes mujeres rodearon a la Virgen María, mientras Juan suavizaba quedamente los últimos pliegues del manto que cubría al Hacedor de Milagros. Enseguida, José de Arimatea y sus sirvientes echaron a rodar desde un macizo de arbustos una piedra redonda que taparía la cueva del sepulcro.

   -Debemos irnos -susurraron las mujeres a la Virgen; como asiéndose de las palabras para acallarle el sonido lúgubre de la piedra enorme que era rodada para separar a su hijo de este mundo-. Debemos preparar los perfumes y ungüentos.

   En un instante del pesar que la envolvía, la Virgen madre sabía que en unas horas la mortalidad de la carne haría necesario el perfume y los ungüentos rituales. No obstante no les sería posible volver de inmediato por las mismas razones que apresuraron todo: ya era la hora del parasceve, que llegaría con los últimos jirones de la noche. De acuerdo al mandamiento: debían descansar. Pero, justo antes de que inmovilizaran la piedra, se presentó un hombre con perfume y ungüentos; era Nicodemo, el otro juez del Sanhedrín que creyó en Jesús: cierta noche se había acercado al Hacedor con gran cautela, a fin de no ser reconocido. A él le había hablado Jesús. Ahora traía su ofrenda y ya no le importaba que le viesen, ni siquiera el mismo Caifás, que había llegado para designar los soldados que debían quedar allí resguardando: junto a otros fariseos se cerciorarían de que el sepulcro quedara bien sellado. La ofrenda de Nicodemo, el olor mezclado con mirra, el ungüento no fue suficiente para cubrir el cuerpo del Hacedor. Ubicaron, entonces, la piedra, y se fueron: volverían cuando acabara el día de descanso. Quedaron allí, pues, solo los soldados romanos que debían custodiar, especialmente elegidos, con sus rostros acostumbrados de centinelas, que nada expresan, atento el oído al viento. Sin saberlo, todos preparaban toda la escena para sacar de dudas a la Historia.

   Ya era la madrugada del día octavo de ese abril, y todos, la Virgen María escoltada por María Cleofás, María Salomé y la Magdalena, silenciosas seguidas por otras mujeres y muchos más, pasaron ese día y toda la noche siguiente en el Cenáculo: orando en el aposento donde el Hacedor de Milagros y sus discípulos, hacía sólo unas horas, habían compartido la última cena. Había algo en María que los escribas acentúan, cierta tranquilidad que a todos imponía silencio, sus ojos se hicieron como el fondo del mar; oraba a ratos en voz alta y todos la seguían, a ratos les hablaba con su dulzura inmensa de la infancia del Hijo; antes del segundo amanecer se apartó a otro aposento, lejos de las voces terrenales. Nadie osó molestarla. Nadie dejaba de pensar, y el silencio del dolor los oprimía como un sortilegio.

   Cuando llegaron las marcadas luces del día domingo 9, la primera que abandonó el Cenáculo fue María Magdalena (Juan, XX).  Sentada junto a los otros, la mujer había permanecido en silencio hora tras hora, con su alma bullendo cual torbellino indescifrable. Ya quedaban suspendidas las restricciones del parasceve, no podía esperar más. Y marchó sola la Magdalena cuando recién apuntaba el amanecer. Ella conocía esa hora penumbrosa en que se junta el día y la noche, pero esta vez todo era diferente, esto que ahora la embargaba era otra clase de emoción que no acertaba a comprender, sólo sabía que el ser más profundo de sí misma se había quebrado, para siempre. Iba llorando con su tristeza callada, muy suavecito, como temiendo ser escuchada. Sintió frío, y envolviéndose en su velo y estrechando el manto a su cuerpo, cruzó las calles solas a esa hora de Jerusalén;  el aire comenzaba a teñirse de luz y en la luz sintió Su presencia, Sus ojos... desde aquella vez cuando con sus lágrimas bañó los pies de Jesús, cuando Él la miró por primera vez, desde entonces nunca más la habían abandonado aquellos ojos cálidos y profundos, vastos como el aire mismo que respiraba. Todo el amor la impulsó a apurar sus pasos que la arrastraban corriendo por las calles, mientras su corazón parecía querer explotarle en toda la intensidad de la emoción. Ni siquiera sus lágrimas podrían ya tocarle... pero ansiaba estar tan cerca de Él como se lo permitieran los soldados. Cuando cruzó el jardín de José de Arimatea, de pronto, se detuvo en seco: la piedra que tapaba la entrada del sepulcro había sido removida, ¡alguien había violado el sitio que guardaba Su cuerpo! Un ambiente de misterio superior inundaba todo el perfecto silencio. No vio más. Giró sobre sus talones y corrió de vuelta al Cenáculo para advertir lo que había ocurrido. Allí narró todo a Juan y a Pedro. Pero otras tres mujeres, en tanto, María Salomé, María Cleofás y Juana, sin atreverse a molestar a la Virgen, habían salido silenciosas y ya venían camino del sepulcro. En sus manos llevaban hierbas y flores y pomos de ungüento. Sabían que no tenían esperanza de que los soldados romanos les movieran la piedra que custodiaba el cuerpo sagrado, pero las guiaba una fuerza ciega. Allí, orando esperarían a los hombres. Sin embargo, al llegar, también vieron que la piedra había sido rodada y la entrada a la cueva estaba libre para cualquiera.  Impresionadas, vieron al lado derecho de la gruta a un ser de radiante aspecto, como si los relámpagos le iluminasen sin cesar, con su túnica también brillando como el sol.

   “Y se quedaron pasmadas” (Marcos, XVI, 5). Los guardias estaban en otro lado del jardín, como paralizados, yertos de espanto, parecían aterrorizados con la mirada fija en la caverna. Las mujeres, sobrecogidas de la impresión, esos minutos y los siguientes permanecerían por siempre confusos en sus mentes... tímidamente fueron avanzando y se introdujeron por la boca abierta de la roca. ¡El nicho estaba vacío!  De repente vieron la presencia de otros dos seres iguales al que custodiaba la entrada, con albas y brillantes túnicas cubriendo su propia iluminación que proclamaba una esencia sobrenatural. Pareció que la circulación de su sangre se les detenía, y cayeron de rodillas cubriéndose el rostro con las manos, aguardando sin saber qué:

   “No temáis -escucharon-. ¿Buscan a Jesús? ¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?  Ha resucitado.  Recordad lo que os dijo: El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y será crucificado y al tercer día resucitará. Vayan y digan a sus discípulos que el Cristo ha resucitado” (Mateo, XXVIII, 5-6-7).

   “Y saliendo, las mujeres huyeron de la gruta, porque el miedo y el espanto se había apoderado de ellas, y en su carrera a nadie dijeron nada: tal era el miedo que tenían” (Marcos, XVI, 8). Sólo detuvieron su loca marcha en el mismo Cenáculo, estaban azoradas pero había desaparecido de ellas, como una enfermedad, el paroxismo del pánico. Y pudieron hablar ante Andrés, Tomás, Natanael, Bartolomé, Simón, Felipe, y Mateo, Santiago el Menor y Judas Tadeo, hijos de María Cleofás, y también las oía el otro Santiago llamado el Mayor, hijo de María Salomé y hermano de Juan el Amado, quien no se  encontraba  allí  para oír  el  sobrecogedor relato de su madre: él y Pedro habían oído a María Magdalena, que había venido antes, y juntos habían partido al jardín de José de Arimatea a cerciorarse de la verdad. Atónitos escuchaban los hombres reunidos en el Cenáculo lo que decían las tres mujeres. Y ninguno creyó.

   Fervientes de compasión, las obligaron a tomar asiento y a que guardasen calma. Ya Pedro y Juan volverían a informar qué sucedía. Además, temían los apóstoles que la conversación se oyera en la habitación contigua y que perturbase a la Virgen María. Aunque, según declaran antiguos relatos, la madre del Hacedor había mostrado su tristeza serena porque era la única que entendió siempre el misterio de la resurrección, un enigma para los demás creyentes pioneros. Quizás es la razón de que la imagen de la madre de Dios aparece casi intocada en los libros, respetando su humilde deseo de pasar inadvertida. Sin dudas que la Virgen fue la primera en sentir que su hijo había resucitado, incluso hay textos apócrifos que narran que fue a ella a quien Jesús visitó antes que a nadie en el silencio hermético de su cuarto.

   En tanto, Pedro y Juan habían llegado corriendo al sepulcro, pero no había nadie allí y creyeron que algunos habían quitado la piedra y robado el cuerpo. “Porque aún no habían entendido la Escritura según la cual Jesús debía resucitar de entre los muertos. Con esto los discípulos se volvieron otra vez al Cenáculo” (Juan, XX, 9-10).

   Los racionalistas, a través de la historia posterior a Jesucristo, han sostenido otra tesis: que los apóstoles se engañaron creyendo que el Cristo había resucitado, o incluso que ellos mismos inventaron la resurrección. La suposición de que los apóstoles creyeron ver a Jesús resucitado descansa en la idea que ellos esperaban la resurrección. ¿Ellos la esperaban? ¿Por qué se cree esto?  Lo lógico sería pensar que si todos, excepto Juan el Amado, le habían abandonado como lo hicieron, si habían huido como huyeron, ¿creerían, entonces, que iba resucitar? Porque todos se ocultaron luego que Jesús había sido aprehendido, y de los dos que no lo hicieron, uno, Pedro, lo negó tres veces. Hay que recordar el estado de ánimo de los primeros discípulos cristianos: para ellos el Hacedor de Milagros era el Mesías, el Hijo de Dios, y aunque no sabían muy bien cómo se estaban desenvolviendo las cosas, para ellos el Maestro en quien creían era omnipotente en toda su humildad, íntimamente quizás confiaban en que nada le iba a dañar, esto lo conversaban reafirmándose unos a otros, era lo que deseaban creer. Sin embargo, su Maestro, el Taumaturgo, su Dios es tomado preso, metido en un calabozo, condenado por un tribunal, escupido y ridiculizado por cualesquiera, arrastrado por las calles, y no se defendió... No, es dudoso que otro grupo de hombres sufriera una derrota tan brutal de su líder, que viera derrumbarse más estrepitosa y profundamente su fe en otro hombre; lo natural es que se sintieran estafados, unos pobres pescadores provincianos, unos ignorantes de Galilea a quienes los sabios de la gran ciudad debieron abrir los ojos. ¡Qué vergüenza!  Sólo deben haber deseado que pasara todo y lo antes posible para volver a su trabajo en el mar, junto a las redes y la limpieza del horizonte para no acordarse más de lo que había sucedido. La desilusión los embargaba. Entonces, ¿esperaban la resurrección?

   Ni las buenas mujeres esperaban nada ya. Aunque ellas seguían amando a Jesús porque fue dulce, porque había sufrido y era el hijo de una amiga. No se necesita mayor perspicacia para entenderlo. No creían los apóstoles ni ellas en la resurrección, y les costó creerlo cuando ésta fue un hecho. Así está escrito. Además, ¿si la hubieran esperado, Judas Iscariote le habría traicionado, los otros lo hubiesen negado?  Juan el Amado ¿se hubiera mostrado valientemente aunque destruido como se le vio a su lado hasta el fin? ¿Hubieran huido?  Entonces, ¿pudieron ellos haber inventado la resurrección? ¿Si ni siquiera estaban convencidos? Y si hubieran tenido en su momento un motivo, no necesitaban inventar algo tan fácilmente investigable, y siendo falso, destruible. Con afirmar y repetir que Jesucristo había sido el Hijo de Dios, con insistir en que creían en Él porque le habían visto hacer incontables milagros, era más que suficiente. Supuestamente, al inventar la resurrección se exponían en todo sentido, es más, bastaría que uno  solo  de ellos lo desmintiera para destruir la historia, y traiciones ya habían existido. Posible es que lo único que no pensaron fue en inventar tal cosa, y los libros del Evangelio dejan constancia de toda la enorme incredulidad de estos hombres desilusionados.

   En cambio, los fariseos creyeron de inmediato; en cuanto vieron las caras que traían los centuriones que fueron testigos de  todo lo que sucedió: “De lo cual quedaron los guardias tan aterrados, que estaban como muertos” (Mateo XXVIII, 4). Y los fariseos no se arrepintieron de haberse equivocado; prefirieron cerrar sus mentes porque ya no podían echar marcha atrás: hubiera sido como derrumbar todo su sistema, lo que equivalía a su fin como herederos de la Verdad. Decidieron, entonces, actuar de inmediato. Mateo XXVIII, 12-15, dice:

   “Y congregados éstos con los ancianos, teniendo su consejo, dieron una gran cantidad de dinero a los soldados, con esta instrucción: Habéis de decir: Estando nosotros durmiendo, vinieron de noche sus discípulos y le hurtaron. Y si eso llegase a oídos del presidente, nosotros le aplacaremos, y os sacaremos en paz y a salvo.

   Ellos, recibido el dinero, hicieron según estaban instruidos; y esta voz ha corrido entre los judíos, hasta el día de hoy”.

   Los apóstoles creyeron después del testimonio de los sentidos.  Incluso Juan el Elegido, cuya cabeza había reposado en el pecho de Jesús en la última cena, necesitó la evidencia de sus ojos para convencerse. Juan acompañó al Cristo desde el comienzo  y fue testigo de su maravilloso proceder: vio cuando resucitó a la hija de Jairo, también se encontraba en la montaña en el momento de la transfiguración, estuvo junto al Hacedor durante la agonía en el huerto de los olivos, en Getsemaní. Fue, es cierto, el único que no huyó del Cristo condenado, quien permaneció siempre al pie de la cruz, sin embargo, dudó, y luego a través de los tiempos, cuando otros hombres de buena fe han sentido deslizarse dudas en su corazón, han cobrado valor de la actitud de Juan el Amado, quizás, para hacerse símbolo además del orden luego del caos. Pedro, llamado Simón, al igual que su hermano Andrés era pescador. Y llegaría a levantarse sobre su sepulcro la cúpula de la Basílica Vaticana. Ahora, los dos apóstoles callaban en presencia del misterio de la tumba vacía. Orando en silencio marchaban de regreso a dar cuenta a los demás de lo que habían investigado, sin saber, en realidad, qué estaba ocurriendo: salieron del jardín de José de Arimatea en el mismo instante en que por otro sendero entraba la Magdalena, quien, “estaba fuera llorando, cerca del sepulcro. Con las lágrimas, pues, en los ojos, se inclinó a mirar el sepulcro. Y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde estuvo colocado el cuerpo de Jesucristo” (Juan, XX). Y mientras ella los miraba, asustada de tales presencias, escuchaba sus voces que le hablaban: "¿Por qué lloras mujer?”. Con su voz temblorosa, ella simplemente dijo: -Porque han tomado a mi amado Señor y no sé dónde le han llevado".

   Los ángeles le sonrieron y el silencio se hizo sereno. La mujer sintió que algo comenzaba a unir su espíritu con el infinito, más allá de la realidad inmediata, sintió calor, se sobresaltó, miró a su alrededor: entonces sus ojos fueron maravillados por lo que allí descubrió. No sintió miedo, sólo que se confundió todo su ser y ya no supo si reír o llorar. ¡Era Él!  “Mi Señor -susurró-.  Mi Señor...”

   No se asustó un instante María Magdalena. Ni siquiera pensó que tenía ante sí misma a un hombre resucitado de entre los muertos, que sólo hacía unas horas vio desgarrado en la cruz, todo se le olvidó: sólo supo que Él había vuelto y nada más importaba. Y cayó de rodillas, cayó y extendió sus brazos como si sus manos quisieran arrancársele para tocar sus pies. Levantó un poco nada más los ojos y vio Su faz iluminada. Se estremeció. Oyó: “No temas.  Soy yo mismo”. Y ella, levantándose, quiso ir a Sus brazos, pero Él cálidamente la contuvo y dijo: “No me toques ahora, porque aún no he subido al Padre, pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”.

   Y la mujer lo comprendió de inmediato. Era como si dijera: “ahora todo es diferente entre Yo y los demás, aún entre los que he amado”, y la había llamado “María Magdalena”... supo que ya nunca la envolvería la hora triste de la noche, ya nunca más estaría buscando cómo llenar el alma. Él, en verdad, la había amado. Y Su Señor indicó luego: “Salve María Magdalena.  Ve y di a mis hermanos que vayan a Galilea.  Allá me verán”.

   Pero los hermanos no creyeron. A pesar de que ella repitió una y otra vez todo. No creyeron. No porque pensaron que ella mentía o que el pesar la había trastornado, no. No creyeron porque simplemente era increíble. La historia inmediata a los hechos no vuelve a hablar de María Magdalena, de quien se han tejido mitos y leyendas posteriores; la tradición oral dice que se unió al séquito de la Virgen María, sirviendo hasta sus últimos días a la madre del único hombre que amó, y que era todos los hombres.

   Los discípulos no sabían qué creer. A los relatos de las mujeres se  había sumado la curiosa posición de los fariseos que les acusaban de haber robado el cuerpo de Jesús. Luego se enteraron de lo ocurrido en el camino de Emaús, a siete millas de Jerusalén, donde el Cristo Resucitado habló con Cleofás y su hijo Simón (Lucas, XXIV, 13-31). Los apóstoles, desconcertados, estaban reunidos en el aposento superior del Cenáculo cuando llegaron estos nuevos testigos de Emáus y, trémulos por la emoción, refirieron que Jesús, “en verdad ha resucitado. Lo hemos visto”. Pero ninguno creyó, y una profunda depresión les embargó. En ese momento justo comenzó a brillar una luz en el cuarto y se apareció Él. Vieron a su maestro de pie junto a ellos. El Hijo de Dios estaba resucitado, vivo, victorioso de la muerte, frente a ellos. Y escucharon Su voz (Juan, XX, 19-23):

   “- La Paz sea con vosotros. Soy yo. No temáis”.

   Era Él. Era Su voz en medio de la tempestad: “No temáis”. Pero se aterrorizaron. ¿Qué hombre no lo estaría? Y Él lo sabía: “¿Por qué os turbáis? ¿Por qué suben a vuestros corazones esos pensamientos? 

   -Él extendió sus manos-. ¡Mirad mis manos!”

   Y sus manos tenían las cicatrices de los clavos. Alzó el ruedo de su túnica, y mostró las señales de los clavos en sus pies. “¡Mirad mis pies! Y ved que soy yo mismo. Un espíritu no tiene carne y hueso como veis que yo tengo”.

   De todos los allí reunidos escapó un suspiro de alivio; de sus corazones brotó una sensación de paz. Nada había sido equivocado. Su fe no había sido en vano. Era Verdad todo. Allí tenían a Jesús el Maestro con su cuerpo vencedor de la muerte. Entonces, Él dijo algo que lo acercó definitivamente a los hombres: “¿Tenéis algo de comer?”.

   Y comió. Comió pescado asado, y tomó un poco de miel que le ofrecieron en un pedazo de panal envuelto en una hoja de encina. Y, como siempre, compartió su alimento con todos. Luego, antes de abandonarlos en un abrir y cerrar de ojos, dio aliento a los apóstoles y, junto con despedirse prometiendo que los vería de nuevo en Galilea, dijo: “-Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los errores, le serán perdonados; a quien se los retuviereis, le serán retenidos”.

   Y todos supieron que el Hacedor de Milagros había resucitado en cuerpo y alma. Los documentos históricos narran que durante los cuarenta días que siguieron a la resurrección, continuó Su ministerio en la Tierra. Luego que se hacía presente, desaparecía, tal como el arco iris se desvanece en el cielo. En esos días, en  una  montaña  de  Galilea, predicó el que fue llamado luego “Sermón de la Montaña”, en que dice a sus discípulos: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id por el mundo y predicad la buena nueva a toda criatura”. Fue ésta la confirmación final de los deberes misionales de Su Iglesia. Labor que bendijo con una promesa: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo”.

   Su aparición postrera fue en Jerusalén, donde, durante muchas horas, estuvo “abriéndoles la inteligencia”, como narra Lucas. Cuando llegó el momento de su partida, Jesús condujo a sus discípulos fuera de la ciudad santa, en dirección a Betania, al sur que los árabes hoy nombran El-Azariyeh, lugar ubicado en la ladera del Monte de los Olivos, cuya cumbre fue elegida para la Ascensión. Las Escrituras relatan con precisión lo que ese día vieron quienes estaban allí. Hoy como ayer, al pie de esta cumbre se divisa la mítica ciudad de Jerusalén. El Hacedor de Milagros, de pie en medio de la asamblea de sus fieles, podía ver las cúpulas y torres, veía las tranquilas aguas del Mar Muerto y las montañas donde fue sepultado Moisés, hacía ya tanto tiempo. Veía todo el pasado del pueblo elegido en el instante en que alzó sus manos y bendijo a quienes allí estaban. Luego apuntó al cielo todo su cuerpo y comenzó a elevarse... “y el Señor Jesús fue levantado al cielo y está a la diestra de Dios”, cuenta Marcos. Lucas dice que se alejaba de ellos, “y era llevado al cielo. Todos los discípulos fueron presa de estupor y se hincaron”. Y sigue: “Luego con gran gozo regresaron, pasando por el valle de Kidron, y subieron al promontorio en el cual se edificó Jerusalén. Fueron directamente al Templo, donde valientemente ahora, ya sin temor al martirio, proclamaron su fe. Y se fueron predicando por todas partes cooperando con ellos el Señor y confirmando Su palabra con las señales consiguientes”.

   Así permanece vivo en el corazón de cada cuál. Con sus pies veloces como la memoria y la brisa soplando entre sus cabellos, que semejan fina pluma de águila. Al Hacedor, se sabe, le entretiene conversar y descubrir colores, la tintura de las plantas y la risa de los niños, y observar mucho tiempo el mar. Puede mirar en la luz y en la sombra: siempre nos ve cara a cara. Para el Hacedor no existe ni el tiempo ni la muerte, y entiende cuando las cosas cambian según los estados de ánimo. Come y bebe, aunque en ciertas épocas deja de hacerlo, porque Su alma estaba ya embebida en el vino antes de que en la Tierra brotaran las uvas. La veracidad, el cumplimiento de lo confiado y la actividad local le son característicos. Su formación la basa en la experiencia (el que comprueba: sabe) y no en argumentos filosóficos. Quienes le tratan, suelen decir que tiene algo interior que no puede sufrir menoscabo, aunque acepta la compañía de todos. Predica que el cuerpo no es diferente del alma porque ambos forman el Ser, y dice desde siempre la unidad de las personas. Enseña que la plegaria, el rezo y la oración tienen una forma, un sonido y una realidad física. Dentro del cosmos, Su función es ser Él mismo y proyectar a través de Su comportamiento Su significado: por esto no se conoce división entre Su personalidad pública y privada: el Hacedor de Milagros no pronunció a solas palabras que no podía repetir ante mil personas. Algunas Escuelas han tratado de develar Su misterio a través de complejas instrucciones, otras lo han intentado a través de una gota de agua: todas pueden llegar a Él. Es cierto que permanece escondido en el lugar más recóndito, donde reside el Amor, por esto, conocerlo es algo que ocurre a una persona y no algo que se premedite. La cuestión de la clave de Su existencia es tan profunda que, en verdad, sólo la entiende quien la posee.
 
 
 
Fin

EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes

(Publicado en Fragmentos en papel vegetal en Revista "Vogue" y

 Diario "El Mexicano", B.C.N.)

ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.

Registro de Propiedad Intelectual N° 137.433  Enero 6 de 2004
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