sábado, 1 de junio de 2013

FRAGMENTO UNO DE SEIS PARTES.

EL HACEDOR DE MILAGROS
Por Waldemar Verdugo Fuentes


UNO DE SEIS

Crucificado y abandonado por sus amigos, vejado por su pueblo y condenado a muerte por el más alto tribunal de su nación, hace dos mil años, en un rincón de Oriente moría un hombre. Sin embargo, Jesucristo, hijo de María, sigue vivo en la conciencia de la humanidad, sigue tan vigente y con una fuerza tan poderosa que no tiene igual en otro personaje de los tiempos arcaicos. Su vida quebró el tiempo en dos. Él une ambos hemisferios de nuestro planeta, y en los consejos familiares prevalece, en último término, lo que decidiría Jesús. ¿Quién es este hombre excepcional que resiste la ley implacable del olvido que rige las otras cuestiones humanas? En principio, cada año, en los más apartados sitios se recuerda el día de su nacimiento y el día de su muerte. Toda doctrina que surgió después de su aparición insinúa tenerlo entre sus fundadores, y toda nueva idea que se abre camino enfrenta la inspiración cristiana, a favor o en contra;  como si nada pudiera atraer las voluntades ni ser verdadero sin ubicarse en su entorno. En este cambio de milenio, unas ochocientos millones de personas conscientemente creen en que este hombre hacía milagros, sin que sea obstáculo el poder o la ciencia, ni las lenguas ni la raza. Hay quienes dudan de Dios pero invocan a Jesús;  por eso durante dos mil años le ha pedido mártires a la humanidad, y la humanidad se los ha ofrendado. Su madre lo dio a luz en una cueva de tan pobre que era. Luego vivió en una carpintería y quién sabe dónde, para morir a los 33 enclavado a una cruz de madera entre dos ladrones. No dejó ningún libro,  no dictó lo que pensaba y sólo habló durante tres años a las gentes. Lo que dijo en esos meses fue anotado por unos cuantos pescadores que apenas leían y escribían, aparentemente ayudados por el cuarto Rey Mago, perdido en su camino, del cual casi nada más se sabe. Todo lo que conocemos de Jesucristo y su entorno es casi de oídas, sin embargo, fundó el mayor Imperio conocido en el planeta, fincando su reino en el corazón mismo de los hombres.

   Lo envuelve otro fenómeno no menos inexplicable: todos los países a los que ha llegado su doctrina lo rechazan algún momento de su historia. Se han ensayado en su contra la persecución sangrienta, el halago y el silencio. ¿Cuál es la causa de esa extraña inquietud que produce su doctrina en la conciencia? Este es un aspecto grave, pues si como afirman quienes creen que Jesús es, en verdad, Dios mismo, entonces nuestro destino depende de la actitud que asumamos frente a esto. Porque si el Hacedor de Milagros es Dios, nuestra vida tendría que orientarse de acuerdo a Su pensamiento, y la paz de las naciones y su progreso estarían puntualmente ligados a Su enseñanza, asimismo la razón de las almas y el esclarecimiento de la incógnita de la vida después de la vida dependerían, justamente, de la actitud asumida, siguiéndole o negándole. Quizás esta manera suya de enfrentarnos individual y colectivamente sea la causa del amor u odio que despierta, porque  a nadie deja impávido. En los países de occidente hasta el siglo XX, por ejemplo, donde ha reinado solo, aún ahora sus aplicaciones de justicia y concepto de lo moral resultan demasiado avanzados. Pero, ¿por qué ha de tener un hombre solo la misión colosal de justificar esta misteriosa experiencia de vivir?  Porque Él es quien dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

   ¿Quién es, pues, este hombre cuya madre dijo haberlo concebido por obra y gracia del Espíritu Santo? Para conocerlo se han ensayado diversos caminos: el de la simple fe (como lo entiende un niño y las gentes de buena voluntad); el de su iglesia (es decir, aceptar la divinidad de la institución formada por Jesús y, por reflejo, entender la naturaleza de su fundador). Otro camino es el raciocinio, por ejemplo probando que se han cumplido sus profecías mesiánicas y que fueron verdaderos sus milagros, por tanto, es real su forma sobrehumana; lo que requiere el apoyo de la historia, porque implica indagar en su vida y en su tiempo, necesita rescatar la opinión de sus contemporáneos, y de todo formarse una opinión de lo que producían sus palabras y sus obras. Jamás la lógica salvó un alma, pero el siglo XX nos enseño también que el racionalismo histórico acerca al hombre a la verdad.

   ¿Jesucristo pertenece a la historia o a la leyenda? Cuando nació ¿la historia lo rescata, o su historia está envuelta en tradiciones sin cronología, siglos sin fecha, mitos? La historia es un escrito público, una anotación que narra sucesos públicos enlazados con la trama general de los acontecimientos humanos. O sea, cuando los sucesos fueron narrados en escritos del dominio público, comenzó la historia conocida. Tenemos resabios de un pasado remoto por algunas tradiciones fundamentales talladas en la piedra misma, confirmados por su universalidad, los que ciertamente conservamos en jirones. Luego, desde Moisés a Herodoto es la aurora de la historia; desde Herodoto a Tácito es la mañana de la historia;  desde Tácito es el mediodía: a esa época pertenece Jesús. Y el escrito público que narra su vida fue redactado por cuatro de sus discípulos: Lucas, Mateo, Marcos y Juan. Dice el Evangelio de Lucas (III):

   “El año 15 de César Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de la Judea, Herodes Antipas gobernador de la Galilea y Filipo, su hermano, gobernador de Iturea y de Traconite, y Lisanias gobernador de la Abilinia, en los días del principal sacerdote Anás y de Caifás, se cumplió la palabra de Dios en Juan, hijo de Zacarías...” Que profetizaba la venida de Jesús, enviado del cielo.

   Además de los cuatro libros del Evangelio, otras narraciones confirman los hechos públicos que tejen su época, como el Edicto de Augusto (Cayo Julio César Octavio, primer emperador romano), los censos imperiales,  los detalles alusivos en algunos escritos acerca de Herodes y su gobierno. La noticia misma del Evangelio nos remite a la destrucción de Jerusalén el año 70, y los descubrimientos arqueológicos posteriores sólo confirman los detalles que los evangelistas narran sobre la capital de Judea y su tiempo. Otros escritores antiguos hablan de Jesús: Flavio Josefo, Cayo Suetonio, Plinio... pero es el historiador latino Cornelio Tácito quien graba en la historia el acta de nacimiento y el acta de muerte del Hacedor de Milagros: treinta años después de su calvario, Nerón incendió Roma, y dice Tácito: “para cubrir el horror de esta acción abominable, hizo prender a una inmensa multitud de hombres, a quienes el vulgo llamaba cristianos.  El autor de este nombre era Cristo, quien bajo el reinado de Tiberio fue condenado a muerte por el procurador Poncio Pilato”. La fecha que anota el texto -“Anales”- está marcada por el incendio de Roma, en el año 64. 

   Sin embargo, se acepta que es el Evangelio de los pescadores quien mejor rescata la historia del hombre singular; jamás libro alguno como éste ha sufrido examen más riguroso. Minuciosamente se le ha estudiado a partir del siglo I.  Y no conocemos otro libro que entregue a la humanidad una narración tan inverosímil y a la vez conmovedora. Si Jesús no fue así como nos lo presenta el Evangelio, entonces ¿quién inventó su pensamiento extraordinario? ¿Quién otro pudo dibujar tal fisonomía sublime y soñar tan enormes oraciones, parábolas, sermones y respuestas semejantes? ¿Puede ser un invento de rústicos pescadores? A pesar de la sabiduría enorme que acompaña a los hombres de mar, ¿podían haber creado fábula semejante? Si se dice que hubo un hombre (el cuarto Rey Mago) que los ayudó a rescatar los escritos, ¿pudieron haber recibido ayuda externa para crear tal fábula preciosa? Sería posible si ellos fueran tan grandes como el hombre del cual hablan, porque si el original no existió el mérito es de sus creadores imaginarios. ¡Cuánta humildad! Porque de este cuarto Rey Mago nunca más se oyó hablar, perdiéndose su figura en el tiempo, y nunca Mateo o Juan, Marcos o Lucas, jamás sostienen una tesis personal, tampoco alaban ni manifiestan sorpresa por los hechos que dicen, ni siquiera dan su opinión: simplemente narran lo que han visto o lo que han oído. En forma de lo más natural cuentan que Jesús sanó a un leproso, tal como narran que tuvo sed, hambre o fatiga. No se lee un afán decidido por  divinizarlo pues nunca ocultan sus pobrezas, sus sufrimientos y humillaciones, su inmensa soledad. Aún los evangelistas cuentan sus propios errores, sus dudas, cobardías y traiciones en la última hora. Ninguno se contradice; a pesar de escribir en distinto momento y en lugares distantes, siempre es una misma historia, la más difícil de rescatar porque habla de cuestiones que no se conocían así, cosas profundas en hechos comunes. Son cuatro personas que hablan con la misma altura de un Jesús sublime, fuerte y único, dulce y supremo, autoritario y, por excelencia, perdonador. Porque quien lee por separado cualquiera de los cuatro libros reconoce siempre a Jesús detrás de las palabras y los hechos: se nota una unidad moral. Por eso no hay más que un Evangelio, aunque sean cuatro hombres quienes lo escribieron. Esta verosimilitud nos lleva a una pregunta: ¿Por qué habría mentido un grupo de personas que abandonaron sus vidas y le fueron fieles, aún después de una serie de acontecimientos que, incluso, podía costarles la vida? Porque Jesús es un hecho histórico, y, quizás como ningún otro, ofrece la más sólida documentación que se pueda requerir para afirmarlo.

   El estudio histórico de una personalidad requiere necesariamente conocer lo que esta personalidad dijo y lo que hizo. Sus palabras y sus obras. Porque todos tenemos una conciencia de lo que somos, una idea que se habla con uno mismo y se autoanaliza, ese llamado “coloquio interior” que revelamos al exterior por el verbo y las acciones. Es lo más normal hablar de uno mismo con quien queremos, por necesidad natural y por una legítima exigencia de quienes nos rodean. “¿Qué piensas? ¿Qué dices?” son preguntas simplísimas pero principales para el inicio del diálogo. Al parecer, mientras Jesús vivió hablaba siempre con quien estuviera en su presencia, y está escrito que expresó su desprecio mayúsculo contra Herodes negándose sistemáticamente a responder una sola de sus preguntas. El silencio asimismo es emotivo. Jesús llegó a dictar leyes desde el comienzo de su prédica, sin dejar de responder a quienes le preguntaban de sí mismo, preguntando Él también:

   “Se hacía la fiesta de la dedicación en Jerusalén y Jesús andaba por  el portal del Templo de Salomón. Y rodeáronle los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos has de turbar el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.

   Respondió Jesús: -Os lo he dicho y no lo creéis. Las obras que yo hago dan testimonio de mí, mas, vosotros no creéis porque no sois de mis  ovejas... Yo y el Padre somos una misma cosa.

   Entonces los judíos se volvieron a tomar piedras para apedrearlo. Dijo Jesús: -¿Por cuál de mis buenas obras me apedreáis?

   Y respondieron: -No te apedreamos por buena obra alguna, sino por la blasfemia, porque, siendo hombre, te haces Dios” (Juan X, 22-34).

   Otro día en Cesarea, con sus discípulos, les preguntó de esta manera: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”.

   Y ellos le respondieron: -Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas.

   Y vosotros -preguntó Jesús- ¿Quién decís que soy yo?

   -Tú -respondió Simón Pedro- eres el Cristo, el Hijo de Dios viviente.

   -Bienaventurado eres, hijo de Juan, porque esto no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo XVI, 13-18).

   Así pues, Jesús se presenta como el Hijo de Dios en el sentido propio y verdadero. Él se declara igual a Dios. Dios mismo. Pero no se limita a afirmarlo cuando le preguntan, además su actitud, todo su modo de ser transparenta esa convicción en su propia divinidad. Se coloca por sobre todos los profetas que han actuado en Israel. Se declara mayor que Jonás (Mateo XIII), mayor que Salomón y que David; más grande que Moisés.  “Se os ha dicho tal cosa -exclama- yo os digo tal otra”. No interpreta la ley, no expone una opinión, es categórico: “Yo soy quien soy. Yo os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Y es para todas las naciones”.

   Sana a los enfermos en su propio nombre: “Si tú quieres, puedes sanarme”, le dice un leproso. Él  responde: “Quiero, sana” (Marcos I, 40). Se atribuye poder sobre el bien y el mal, y los de Cafernaúm se preguntan: ¿Quién es éste?  ¿Qué nueva doctrina es esta? Él manda con imperio aún a los espíritus inmundos” (Marcos I, 27). Manda a las huestes celestiales y aún los llama “mis ángeles”. Declara que él será el juez de todos los hombres, y en relación a “haberle servido o no” (Mateo XIII, 41; XVI, 27; XXV, 31-46). Perdona los pecados. “¡Qué atrevimiento!” exclaman los fariseos. Esto sí que era grave, y de todo cuanto Jesús hacía, era en verdad la piedra del escándalo. Un día le llevaron un paralítico: “Perdonados te son tus pecados”, le dice, y surge un rumor de protestas: ¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? Jesús responde: “¿Qué cosa es más difícil: sanar súbitamente a un paralítico o perdonar los pecados? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre puede perdonar los pecados, yo te mando, toma tu camilla y anda”. Y anduvo (Marcos II, 9-12). Jesús afirmó ser Dios y actuó como esperamos que actúe Dios en la tierra. Fue esencialmente humilde. Sus mismos contemporáneos le recordarán con sarcasmo: “Si te dices Hijo de Dios, desciende de la cruz”. En Mateo XXVI, 63, y en Marcos XIV, 62, se narra su comparecencia ante el mayor tribunal de su pueblo, el Sanedrín. Luego de testimonios inconsistentes, el presidente del tribunal quiere concretar y, poniéndose de pie, dirige  al acusado una pregunta precisa: “Por el Dios vivo, te conjuro a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Él, sin inmutarse, responde: “Tú lo has dicho. Yo soy”.

   Entonces el sumo sacerdote rasga sus vestiduras, como era usual en la época cuando se ofendía la Ley, y exclama: “¡Blasfemia!”. Jesús es condenado a muerte por haber afirmado su divinidad. Momentos más tarde, cuando Poncio Pilato, dudando, se resiste a confirmar la sentencia, los del Sanedrín insisten: “Tenemos una ley, y según la ley debe morir, porque se hizo Hijo de Dios” (Juan XIX, 7).

   Este es el testimonio que da Jesús de sí mismo. Este es su respuesta a las preguntas “¿qué dices?  ¿qué piensas?”. Él afirma naturalmente su divinidad y hace explotar un hecho histórico único. Abre a nuestra inteligencia un enorme cuestionamiento, pues ¿cuál es la actitud crítica más adecuada para enfrentar a alguien que afirma que nadie irá a Dios si no lo hace a través suyo? En verdad, ¿éste hombre era el Hijo de Dios y, por lo tanto, Dios mismo?  Es ciertamente la declaración más impactante que tiene archivada la historia.

EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes

 (Publicado en Fragmentos en Revista "Vogue" y
 Diario "El Mexicano", B.C.N.)
ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.

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