
Por Waldemar Verdugo Fuentes
UNO DE SEIS
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Lo
envuelve otro fenómeno no menos inexplicable: todos los países a los que ha
llegado su doctrina lo rechazan algún momento de su historia. Se han ensayado
en su contra la persecución sangrienta, el halago y el silencio. ¿Cuál es la
causa de esa extraña inquietud que produce su doctrina en la conciencia? Este
es un aspecto grave, pues si como afirman quienes creen que Jesús es, en
verdad, Dios mismo, entonces nuestro destino depende de la actitud que asumamos
frente a esto. Porque si el Hacedor de Milagros es Dios, nuestra vida tendría
que orientarse de acuerdo a Su pensamiento, y la paz de las naciones y su
progreso estarían puntualmente ligados a Su enseñanza, asimismo la razón de las
almas y el esclarecimiento de la incógnita de la vida después de la vida
dependerían, justamente, de la actitud asumida, siguiéndole o negándole. Quizás
esta manera suya de enfrentarnos individual y colectivamente sea la causa del
amor u odio que despierta, porque a
nadie deja impávido. En los países de occidente hasta el siglo XX, por ejemplo,
donde ha reinado solo, aún ahora sus aplicaciones de justicia y concepto de lo
moral resultan demasiado avanzados. Pero, ¿por qué ha de tener un hombre solo
la misión colosal de justificar esta misteriosa experiencia de vivir? Porque Él es quien dijo: “Yo soy el camino,
la verdad y la vida”.
¿Quién es, pues, este hombre cuya madre dijo haberlo concebido por obra
y gracia del Espíritu Santo? Para conocerlo se han ensayado diversos caminos:
el de la simple fe (como lo entiende un niño y las gentes de buena voluntad);
el de su iglesia (es decir, aceptar la divinidad de la institución formada por
Jesús y, por reflejo, entender la naturaleza de su fundador). Otro camino es el
raciocinio, por ejemplo probando que se han cumplido sus profecías mesiánicas y
que fueron verdaderos sus milagros, por tanto, es real su forma sobrehumana; lo
que requiere el apoyo de la historia, porque implica indagar en su vida y en su
tiempo, necesita rescatar la opinión de sus contemporáneos, y de todo formarse
una opinión de lo que producían sus palabras y sus obras. Jamás la lógica salvó
un alma, pero el siglo XX nos enseño también que el racionalismo histórico
acerca al hombre a la verdad.
¿Jesucristo pertenece a la historia o a la leyenda? Cuando nació ¿la
historia lo rescata, o su historia está envuelta en tradiciones sin cronología,
siglos sin fecha, mitos? La historia es un escrito público, una anotación que
narra sucesos públicos enlazados con la trama general de los acontecimientos
humanos. O sea, cuando los sucesos fueron narrados en escritos del dominio
público, comenzó la historia conocida. Tenemos resabios de un pasado remoto por
algunas tradiciones fundamentales talladas en la piedra misma, confirmados por
su universalidad, los que ciertamente conservamos en jirones. Luego, desde Moisés
a Herodoto es la aurora de la historia; desde Herodoto a Tácito es la mañana de
la historia; desde Tácito es el
mediodía: a esa época pertenece Jesús. Y el escrito público que narra su vida
fue redactado por cuatro de sus discípulos: Lucas, Mateo, Marcos y Juan. Dice
el Evangelio de Lucas (III):
“El
año 15 de César Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de la Judea, Herodes
Antipas gobernador de la Galilea y Filipo, su hermano, gobernador de Iturea y
de Traconite, y Lisanias gobernador de la Abilinia, en los días del principal
sacerdote Anás y de Caifás, se cumplió la palabra de Dios en Juan, hijo de
Zacarías...” Que profetizaba la venida de Jesús, enviado del cielo.
Además de los cuatro libros del Evangelio, otras narraciones confirman
los hechos públicos que tejen su época, como el Edicto de Augusto (Cayo Julio
César Octavio, primer emperador romano), los censos imperiales, los detalles alusivos en algunos escritos
acerca de Herodes y su gobierno. La noticia misma del Evangelio nos remite a la
destrucción de Jerusalén el año 70, y los descubrimientos arqueológicos posteriores
sólo confirman los detalles que los evangelistas narran sobre la capital de Judea
y su tiempo. Otros escritores antiguos hablan de Jesús: Flavio Josefo, Cayo
Suetonio, Plinio... pero es el historiador latino Cornelio Tácito quien graba
en la historia el acta de nacimiento y el acta de muerte del Hacedor de
Milagros: treinta años después de su calvario, Nerón incendió Roma, y dice
Tácito: “para cubrir el horror de esta acción abominable, hizo prender a una
inmensa multitud de hombres, a quienes el vulgo llamaba cristianos. El autor de este nombre era Cristo, quien
bajo el reinado de Tiberio fue condenado a muerte por el procurador Poncio
Pilato”. La fecha que anota el texto -“Anales”- está marcada por el incendio de
Roma, en el año 64.
Sin
embargo, se acepta que es el Evangelio de los pescadores quien mejor rescata la
historia del hombre singular; jamás libro alguno como éste ha sufrido examen
más riguroso. Minuciosamente se le ha estudiado a partir del siglo I. Y no conocemos otro libro que entregue a la
humanidad una narración tan inverosímil y a la vez conmovedora. Si Jesús no fue
así como nos lo presenta el Evangelio, entonces ¿quién inventó su pensamiento
extraordinario? ¿Quién otro pudo dibujar tal fisonomía sublime y soñar tan
enormes oraciones, parábolas, sermones y respuestas semejantes? ¿Puede ser un
invento de rústicos pescadores? A pesar de la sabiduría enorme que acompaña a
los hombres de mar, ¿podían haber creado fábula semejante? Si se dice que hubo
un hombre (el cuarto Rey Mago) que los ayudó a rescatar los escritos, ¿pudieron
haber recibido ayuda externa para crear tal fábula preciosa? Sería posible si
ellos fueran tan grandes como el hombre del cual hablan, porque si el original
no existió el mérito es de sus creadores imaginarios. ¡Cuánta humildad! Porque
de este cuarto Rey Mago nunca más se oyó hablar, perdiéndose su figura en el
tiempo, y nunca Mateo o Juan, Marcos o Lucas, jamás sostienen una tesis
personal, tampoco alaban ni manifiestan sorpresa por los hechos que dicen, ni siquiera
dan su opinión: simplemente narran lo que han visto o lo que han oído. En forma
de lo más natural cuentan que Jesús sanó a un leproso, tal como narran que tuvo
sed, hambre o fatiga. No se lee un afán decidido por divinizarlo pues nunca ocultan sus pobrezas,
sus sufrimientos y humillaciones, su inmensa soledad. Aún los evangelistas cuentan
sus propios errores, sus dudas, cobardías y traiciones en la última hora.
Ninguno se contradice; a pesar de escribir en distinto momento y en lugares
distantes, siempre es una misma historia, la más difícil de rescatar porque habla
de cuestiones que no se conocían así, cosas profundas en hechos comunes. Son
cuatro personas que hablan con la misma altura de un Jesús sublime, fuerte y
único, dulce y supremo, autoritario y, por excelencia, perdonador. Porque quien
lee por separado cualquiera de los cuatro libros reconoce siempre a Jesús
detrás de las palabras y los hechos: se nota una unidad moral. Por eso no hay
más que un Evangelio, aunque sean cuatro hombres quienes lo escribieron. Esta
verosimilitud nos lleva a una pregunta: ¿Por qué habría mentido un grupo de
personas que abandonaron sus vidas y le fueron fieles, aún después de una serie
de acontecimientos que, incluso, podía costarles la vida? Porque Jesús es un hecho
histórico, y, quizás como ningún otro, ofrece la más sólida documentación que
se pueda requerir para afirmarlo.
El
estudio histórico de una personalidad requiere necesariamente conocer lo que
esta personalidad dijo y lo que hizo. Sus palabras y sus obras. Porque todos
tenemos una conciencia de lo que somos, una idea que se habla con uno mismo y
se autoanaliza, ese llamado “coloquio interior” que revelamos al exterior por
el verbo y las acciones. Es lo más normal hablar de uno mismo con quien
queremos, por necesidad natural y por una legítima exigencia de quienes nos
rodean. “¿Qué piensas? ¿Qué dices?” son preguntas simplísimas pero principales
para el inicio del diálogo. Al parecer, mientras Jesús vivió hablaba siempre
con quien estuviera en su presencia, y está escrito que expresó su desprecio mayúsculo
contra Herodes negándose sistemáticamente a responder una sola de sus
preguntas. El silencio asimismo es emotivo. Jesús llegó a dictar leyes desde el
comienzo de su prédica, sin dejar de responder a quienes le preguntaban de sí
mismo, preguntando Él también:
“Se
hacía la fiesta de la dedicación en Jerusalén y Jesús andaba por el portal del Templo de Salomón. Y rodeáronle
los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos has de turbar el alma? Si tú eres el
Cristo, dínoslo abiertamente.
Respondió Jesús: -Os lo he dicho y no lo creéis. Las obras que yo hago
dan testimonio de mí, mas, vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas... Yo y el Padre somos una misma cosa.
Entonces los judíos se volvieron a tomar piedras para apedrearlo. Dijo
Jesús: -¿Por cuál de mis buenas obras me apedreáis?
Y
respondieron: -No te apedreamos por buena obra alguna, sino por la blasfemia,
porque, siendo hombre, te haces Dios” (Juan X, 22-34).
Otro
día en Cesarea, con sus discípulos, les preguntó de esta manera: “¿Quién dicen
los hombres que es el Hijo del Hombre?”.
Y
ellos le respondieron: -Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías,
otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Y
vosotros -preguntó Jesús- ¿Quién decís que soy yo?
-Tú
-respondió Simón Pedro- eres el Cristo, el Hijo de Dios viviente.
-Bienaventurado eres, hijo de Juan, porque esto no te lo reveló la carne
ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo XVI, 13-18).
Así
pues, Jesús se presenta como el Hijo de Dios en el sentido propio y verdadero.
Él se declara igual a Dios. Dios mismo. Pero no se limita a afirmarlo cuando le
preguntan, además su actitud, todo su modo de ser transparenta esa convicción
en su propia divinidad. Se coloca por sobre todos los profetas que han actuado
en Israel. Se declara mayor que Jonás (Mateo XIII), mayor que Salomón y que David;
más grande que Moisés. “Se os ha dicho
tal cosa -exclama- yo os digo tal otra”. No interpreta la ley, no expone una
opinión, es categórico: “Yo soy quien soy. Yo os doy un mandamiento nuevo: que
os améis los unos a los otros. Y es para todas las naciones”.
Sana
a los enfermos en su propio nombre: “Si tú quieres, puedes sanarme”, le dice un
leproso. Él responde: “Quiero, sana”
(Marcos I, 40). Se atribuye poder sobre el bien y el mal, y los de Cafernaúm se
preguntan: ¿Quién es éste? ¿Qué nueva
doctrina es esta? Él manda con imperio aún a los espíritus inmundos” (Marcos I,
27). Manda a las huestes celestiales y aún los llama “mis ángeles”. Declara que
él será el juez de todos los hombres, y en relación a “haberle servido o no”
(Mateo XIII, 41; XVI, 27; XXV, 31-46). Perdona los pecados. “¡Qué
atrevimiento!” exclaman los fariseos. Esto sí que era grave, y de todo cuanto
Jesús hacía, era en verdad la piedra del escándalo. Un día le llevaron un
paralítico: “Perdonados te son tus pecados”, le dice, y surge un rumor de protestas:
¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? Jesús responde: “¿Qué cosa es más
difícil: sanar súbitamente a un paralítico o perdonar los pecados? Pues para
que veáis que el Hijo del Hombre puede perdonar los pecados, yo te mando, toma
tu camilla y anda”. Y anduvo (Marcos II, 9-12). Jesús afirmó ser Dios y actuó
como esperamos que actúe Dios en la tierra. Fue esencialmente humilde. Sus
mismos contemporáneos le recordarán con sarcasmo: “Si te dices Hijo de Dios, desciende
de la cruz”. En Mateo XXVI, 63, y en Marcos XIV, 62, se narra su comparecencia
ante el mayor tribunal de su pueblo, el Sanedrín. Luego de testimonios
inconsistentes, el presidente del tribunal quiere concretar y, poniéndose de
pie, dirige al acusado una pregunta
precisa: “Por el Dios vivo, te conjuro a que nos digas si tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios”. Él, sin inmutarse, responde: “Tú lo has dicho. Yo soy”.
Entonces el sumo sacerdote rasga sus vestiduras, como era usual en la
época cuando se ofendía la Ley, y exclama: “¡Blasfemia!”. Jesús es condenado a
muerte por haber afirmado su divinidad. Momentos más tarde, cuando Poncio
Pilato, dudando, se resiste a confirmar la sentencia, los del Sanedrín
insisten: “Tenemos una ley, y según la ley debe morir, porque se hizo Hijo de
Dios” (Juan XIX, 7).
Este
es el testimonio que da Jesús de sí mismo. Este es su respuesta a las preguntas
“¿qué dices? ¿qué piensas?”. Él afirma
naturalmente su divinidad y hace explotar un hecho histórico único. Abre a
nuestra inteligencia un enorme cuestionamiento, pues ¿cuál es la actitud
crítica más adecuada para enfrentar a alguien que afirma que nadie irá a Dios
si no lo hace a través suyo? En verdad, ¿éste hombre era el Hijo de Dios y, por
lo tanto, Dios mismo? Es ciertamente la
declaración más impactante que tiene archivada la historia.
EL HACEDOR DE MILAGROS
Waldemar Verdugo Fuentes
ILUSTRACIONES
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal.
Registro de Propiedad Intelectual N°
137.433 Enero 6 de 2004
Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos
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