viernes, 22 de diciembre de 2006

DEL RECIEN NACIDO JESUS HIJO DE MARIA.


¡HA NACIDO EL HIJO DEL HOMBRE!

Por Waldemar Verdugo.


A las doce de la noche
todos los gallos cantaron
y en su canto anunciaron
que el niño Jesús nació.
Y he aquí a unos hombres
que eran reyes y magos...


El Hacedor de Milagros, llamado Jesús el Cristo, hijo de María, nació consagrado con los adornos de la desnudez, el destierro y la pobreza. Por este medio Dios humanizó a Su enviado hermanándolo con los más humildes de Su vasto reino. Fue la boca de una gruta subterránea el primer Templo de la Luz justa que para los rectos de corazón también nacía esa primera candidísima aurora. Envueltos en las tinieblas de la noche que ocupaban el mundo, resultó que habían entrado María Virgen y José el carpintero, buscando refugio, en aquella gruta de Belén. Allí, como estaba escrito, explotó un resplandor como de 10.000 soles que no daña, excitando gran consuelo y lágrimas de paz en los dos elegidos: ellos hincados de rodilla, alabaron y dieron gracias por tal beneficio, que, no ignoraban, había sido dispuesto por los ocultos designios de la Sabiduría primigenia.
La cueva era toda de peñascos naturales y toscos, sin género de artificio, que desembocaban en la negritud que se perdía al fondo, y juzgada por conveniente sólo para albergue de animales. En la entrada misma, la milicia celestial de ángeles montó guardia, ordenados en forma de escuadrones, tal cual hacían cuerpo de guardia ante su rey Inmenso. Estaban los ángeles, entonces, manifestados en forma corpórea, tal cual se manifestarían en lo sucesivo a José, que gozaría de este favor para aliviar y fortalecer su corazón y prepararle para los sucesos que habían de ocurrir. María Virgen determinó limpiar con sus propias manos el lugar en que sería recibido su hijo, propiciando lo más posible la gracia de que estaba envestida, que la embargaba de humildad. Trabajaba también como rito necesario de rendir a su unigénito digno de toda reverencia. Parecía olvidada de todo, hasta que oyó a José suplicante rogándole que no le quitara lo que también pedía su corazón, mientras, adelantándose comenzaba a limpiar el suelo y los rincones de piedra; ambos continuaron haciendo igual. Y porque estando viendo esto los ángeles, conocieron tan humilde acto sólo en forma humana posible. Al instante, emulando con la venia de María, ayudaron con prestancia, despejando y aromando todo de fragancia. José encendió fuego porque el frío era grande y ella y él y los ángeles que les ayudaron, comieron con inusitada alegría. Aunque María Virgen, vecina la hora del alumbramiento, no hubiese probado bocado si no hubiera mediado la obediencia a su esposo, que le pidió comer. Dieron las gracias al Señor como acostumbraban después del alimento, y, María Virgen, pronta su hora, rogó a José que descansara y durmiera; obedeció y le rogó que ella hiciera lo mismo, para lo cual, el hombre había acomodado con las ropas que traían un pesebre que estaba en la cueva para servicio de los animales. Y dejando a María allí descansando, se retiró asimismo a un rincón y cayó en el sueño; se diría que de inmediato José fue invadido del Espíritu Santo y fue arrebatado en éxtasis. El hombre no volvería en sus sentidos hasta no ser nombrado por su divina esposa; no dejaría de soñar hasta no ser llamado por María; de tal fuerza, se cuenta el sueño que tuvo José, compañero de María, madre del Hacedor.
La fuerza del sueño de José era una fuerza suavísima y extraordinaria que lo arrebataba del suelo y, a cierta altura, le permitía ver todo lo que sucedía, allá, abajo, donde nacía su hijo que parecía brotar del centro mismo de la luz inmensa que desdibujaba a María. En el lugar en que estaba su compañera vio como si todo se moviera de otra fuerza inusitada, que no dejaba de estar, al mismo tiempo, quieta, en paz embargada. Vio José la visión clara de la divinidad y en su disposición vio la gloria y plenitud de la ciencia que había hecho de él un carpintero; vio a María danzando en un campo de flores amarillas cuando la conoció; vio el corazón de la mujer rojo como su propio corazón del que comenzaba a brotar una luz poderosa que no dañaba a sus ojos: en esa luz vio el entendimiento de las cosas que nos rodean y de las que no vemos. No lo podía explicar, ni entendía su visión adecuadamente. Sólo sabía que era divina la humanidad de su hijo, tal como se le había insinuado antes. Lo verdadero aquí es que cualquier abundancia y fecundidad hace pobre de razones lo que pasó por el cerebro de José, lo que pasó por su razón no lo sabremos. Sólo se sabe que vio a María con humildad suprema hincada hasta el polvo, la vio deshecha todo en presencia del corazón de la Luz magnífica. Y la vio levantarse en majestad, envuelta en visión beatífica un tiempo largo inmediato. Vio que al tiempo que volvía ella, con la mirada esa que nunca dejaría de acompañarla, al tiempo que volvía en sus sentidos, acarició con sus labios todo el cuerpo del niño milagroso; lo reconoció todo y lo renovó en júbilo y besos, causando en la propia alma de José toda la alegría, la más alta felicidad que el pensamiento pueda sentir... se veía tan hermosa su compañera, tan refulgente, que no parecía criatura terrena; se veía tan espiritualizada... Y su rostro despedía rayos de luz que envolvían su semblante gravísimo con admirable majestad. José supo que nació de María Virgen el Dios y hombre verdadero, el Dador. Y lloró. Era el niño Dios también suyo, y suspiraba. Y José se hizo también limpio y claro, le envolvió la propia refulgencia de María, porque la de ella era virginal entereza. Y si alguna vez dudó ya no lo recordaba más. Nació Jesucristo solo y puro, sin el cordón del que nacen comúnmente enredados los niños que se nutren envueltos en los vientres de sus madres. Y José veía en María todo lo que se expresa en la vida de posible y más. Vio cómo envolvió al niño en paños y lo reclinó en el pesebre. Reparó en los dos ángeles que en forma corpórea asistieron el misterio; los vio cuando se inclinaban ante ella en incomparable reverencia.
A José le pareció que todo esto sucedió en breve espacio, pero sabía que se habían cumplido los misterios de los Cantares. Antiguas crónicas narran que, entonces, dijo José: “Señor, Altísimo Hacedor, mirad el linaje humano con misericordia. Cuando merezcamos Vuestra indignación, pensad en Tu Hijo y mío. Descansa en Tu justicia y magnifíquese Tu misericordia. Redímenos y suple nuestras insuficiencias para serviros y servir al hijo del hombre, que si has hecho Tu verbo divino similar a lo mortal y perecedero Te merecemos; no somos menos que el sol o el mar. Así nos crece incomparable dicha al poder entregar el amor, cuidado y desvelo para Dios entre nosotros. Consuélense los afligidos y los que van cargados en Tu camino; que rían los tristes y levántense los caídos; cálmense los violentos; anímense los turbados, y que todas las generaciones magnifiquen Tu nombre en Éste que ha nacido. Oh Renovador de maravillas. Da Tu pan al que no lo tiene; perdona al ladrón; quita el terror de los ojos de los niños; haz como cordero manso al que se hace como el león; al poderoso, ríndelo por tu solo nombre. También por Tu solo nombre invocado sánense los hombres. No dejes que el corazón se haga tardío o pesado de envidia y estupor. Y de ella, Oh dios, de ella, María, de María, oh dulce voz que guarda mi alma, de ella todo sea siempre preservado, que no sea ofensa el beso de mis labios a sus labios benditos, oh sus labios bendecidos entre todas las criaturas...”
Y José se huyó en el sueño. Todo en el cielo estaba desierto de seres. Toda la corte celestial se había allegado allí, en la humilde cueva de Belén donde nació el Hacedor. José volvió del éxtasis mediante la voluntad de su divinísima esposa que lo nombraba con dulzura, y restituido en sus sentidos, lo primero que vio fue al niño Jesucristo en los brazos de su madre, arrimado a su pecho; allí le adoró con lágrimas, besóle los piecesitos con júbilo y admiración prudentísima que lo arrebataba y parecía disolverle la vida. En un fugaz instante, como si temiera perder los sentidos, precisó que era necesario hacer uso de ellos ahora. Y ayudó a María a acomodarse, que hasta entonces había estado de rodillas, y administrando los fajos y pañales, envolvió con ellos al niño en plena reverencia y devoción; luego, en sabiduría plena, lo reclinó en el pecho de María, ya en el pesebre, y, como narra el apóstol Lucas, aplicando algunas pajas y heno a una piedra, acomodó el primer lecho que tuvo Dios hecho hombre en la Tierra. Vinieron luego, por voluntad divina, un buey y otros animales de aquellos campos, ubicándose alrededor y calentando con su aliento el aire, en acto de plena adoración al niño Dios, cumpliéndose la profecía: “que conoció el buey a su dueño y el jumento al pesebre de su señor, y no lo conoció Israel, ni su pueblo tuvo inteligencia”.
Y la multitud de las huestes celestiales alababan a Dios, y en el cielo y en la Tierra se proclamaba la buena nueva: ¡Había nacido el hijo de Dios! A unos kilómetros de Belén se hallaban unos pastores que recibieron la visita de un ángel que les comunicó (San Lucas, II: 8-18): “No temáis, porque he aquí que os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo. Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor. Y esto os será por la señal: hallaréis al niño envuelto en pañales echado en un pesebre”. Y repentinamente fue con el ángel uno la multitud de los ejércitos celestiales que alababan a Dios y decían: “Gloria a Dios en las Alturas y en la Tierra Paz a los hombres de buena voluntad”. Y aconteció que como los ángeles se fueron ellos al Cielo, los pastores se dijeron los unos a los otros: “Pasemos pues hasta Belén y veamos esto que ha sucedido, que el Señor nos ha manifestado”. Y el camino que llevaba a la cueva sagrada se llenó de pastorcillos que iban a adorar, y sobre el cielo, en sus cabezas una estrella maravillosa iba alumbrando el camino que, narran las crónicas, también fue seguido el resplandor por tres Reyes de Oriente que esperaban la buena nueva.

FUENTE: Artes e Historia-México
© Waldemar Verdugo Fuentes
Sociedad de Escritores de Chile.