viernes, 22 de diciembre de 2006

NACIMIENTO Y RENACIMIENTO.

La Herencia del Pasado

Entonces, fue de lo más humilde la llegada de Jesucristo a la Tierra. Vino después de miles de millones de años que, al principio del mundo, comenzaran a rodar miles de millones de galaxias en la inmensidad del cosmos. Millones de años después que tomara forma nuestro sistema solar, y de que los primeros hombres empezaran a balbucear. Cerca de 2.000 años después que Abraham emprendiera un camino a lo desconocido; quince siglos después de Moisés y la salida de Egipto. Mil años después del reinado de David. Luego de un sin número de diluvios e incendios, glorias y reinos derribados; 752 años después de la fundación de Roma; seis siglos después de Buda y Lao Tzse y cinco luego de Platón y Sócrates. Durante los 184° Juegos Olímpicos celebrados en Atenas, y en el cuadragésimo segundo año del emperador Augusto, quien ordenó que se hiciera un censo a todo el mundo, siendo Quirino gobernador de Siria, y cuando todos tuvieron que ir a inscribirse a su propio pueblo. Entonces, José el carpintero salió del pueblo de Nazareth, en la región de Galilea, y fue a Belén, donde había nacido el rey David, de quien él descendía. Fue allá a inscribirse, junto con su esposa, María, que estaba encinta del Espíritu Santo. Ese fue el principio.
Luego, Jesucristo el Hacedor recién nacido, desarmó la Historia. Porque representa la irrupción en nuestra civilización de una historia santa, que no es posible reducir a los criterios ordinarios. Es el único hombre que se dijo Dios y lo creemos, y los progresos de la ciencia lo confirman y se develan, sin más, los cuentos de los libros sagrados; los manuscritos del Mar Muerto que se han descubierto en ánforas de dos mil años o las piedras escritas con el nombre de David desenterradas en 1993 después de tres mil años, corroborando la exactitud de un pasado que sólo conocíamos por el mito bíblico. Es cierto que la historia no tiene por único objeto establecer la materialidad de los hechos; sólo desde el momento en que el historiador trata de interpretar los sucesos, de dar razones económicas y sicológicas a los acontecimientos, entonces completa el ciclo que verifica la historia. Y la llegada del Hacedor es razón de toda la historia, humana y cósmica, al ser una historia que es también la de las relaciones del Dios viviente y del hombre. La historia del Hacedor es también la historia de la Gracia. Y esta dimensión divina resulta no sólo de aquellos que lo conocieron; los evangelistas no hacen sino explicitar un elemento que se manifiesta en el comportamiento mismo de Jesucristo, tal como ellos lo sabían por los testigos de su vida, o por haber sido testigos ellos mismos. Es cierto: nada está atestiguado más históricamente que el hecho de que el Hacedor haya reivindicado una autoridad y una dignidad divinas. Allí reside, en efecto, la sola explicación de la acusación de blasfemia hecha en diversas oportunidades contra Él, y que finalmente justificará Su proceso, y Su condena. Se sabe que cualquier imagen que de Jesucristo se hiciera mostrándolo como un predicador del amor y de la fraternidad humana, es falsa. Porque Él se presentó como Dios mismo, y toda otra interpretación deforma la Historia. Hoy, por tal osadía, se habla de Él como mínimo una de las más altas cumbres del valor moral, aunque de Él y sus cosas poco, en verdad, sabemos, sin antes sentirlo.
Así, de su aspecto físico, por ejemplo, poco sabemos. No existe certeza de que los testimonios que se preservan sean auténticos. Es decir, para todos los habitantes de los países occidentales Jesucristo es familiar, aunque Él no nació en Occidente. En ciertos países orientales se le representa con ojos rasgados y nunca barbado, porque la barba es moda occidental. Sin embargo, aquí y allá, basta convocar su nombre para que una multitud de imágenes se agolpen en la memoria del hombre nuestro de cada día; cuando niño es una criatura recién nacida, hermosa; luego es un niño de aspecto inteligente y bondadoso, muy despierto; luego, en occidente, es un hombre, entonces, de barba y cabellos largos, generalmente alto y delgado, de mirada suave y de voz dulce como la de un padre afectuoso, que, al enojarse, se vuelve como el trueno o el relámpago. ¿Cómo era Jesucristo? ¿Lo representa alguna de las imágenes que de Él se han creado?.
De la lectura de los cuatro Evangelios (dos de los cuales fueron escritos por personas que no lo conocieron, como sabemos) sólo resaltan, como antecedente para imaginarlo, que trabajó como carpintero (Marcos VI, 3) y que tenía excelente apetito (Mateo, XI, 19; XII, 18), lo que hace suponer que pudo ser un hombre fornido (hacía muebles) de aspecto vigoroso (se alimentaba bien) y no débil y de mejillas hundidas como lo pintan. Lo cierto es que las noticias sobre su aspecto son mínimas, incluso la misma tradición oral es mezquina al respecto. La historia escrita en el tiempo inmediato a su época nunca se refiere a su aspecto físico; todos los libros, sin embargo, se detienen a comentar la mirada del Hacedor: verlo a los ojos era como ver de frente al sol, eso se sabe.
El teólogo alemán Karl Adam insinúa al respecto:
“Ciertamente, no se distinguió en su atuendo de los judíos y rabinos de su época. Era como cualquier hombre y también sus gestos. En todo caso no vestía llamativa y pobremente como su precursor, el Bautista, quien según la costumbre de los profetas, iba ceñido con una túnica de pelos de camello. Como sus paisanos, Jesús llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón que servía de bolsa al mismo tiempo, un manto o túnica y sandalias. Por su Pasión sabemos que su túnica era sin costura, y toda tejida de arriba abajo. Según las prescripciones de la Ley, adornaban la parte superior cuatro borlas de lana con cordones azules. Y siguiendo la costumbre de su tiempo, llevaría también para la creación matutina filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. Seguramente Él no censuraría a los fariseos el uso en sí (de filacterias), sino la presunción que los inducía a ensancharlas y a alargar los flecos. En sus largas caminatas se resguardaría de los ardientes rayos del sol mediante el corriente sudario blanco que envolvía cabeza y cuello. Pedro lo encuentra posteriormente en su tumba, según Lucas 24:12. Por lo demás, desdeñaba el Hacedor toda preocupación por el vestido. Evitó todo detalle llamativo o afectado y, por lo tanto, puedo llevar la barba usual y los cabellos cuidados y cortos en la nuca, a diferencia de los nazarenos, que se dejaban hirsutas y largas guedejas. Su figura corporal debió ser simpática, atractiva y hasta fascinadora, como lo nota Ireneo al final del siglo II: dice que en su niñez Jesús habría crecido “en gracia ante Dios y los hombres”, refiriéndose indudablemente al aumento no sólo de las gracias anímicas sino también a las del cuerpo. Cuando posteriormente Justino y también Clemente de Alejandría y Orígenes, influidos estos últimos por la malévola opinión de Celso, atribuyeron a Jesús una figura mal parecida, contrahecha o por lo menos insignificante, sólo se apoyan en la exégesis dogmática de un pasaje de Isaías (11:3) que anuncia que Él no juzgará por la mera apariencia a sus ojos. Pero aplicaron simplemente a su fisonomía exterior, en general, lo que el profeta dijo refiriéndose al varón de dolores arrastrado por las calles de Jerusalén. Contribuyó sin duda a fomentar dicha opinión la doctrina neoplatónica, que veía en el cuerpo algo indigno del hombre, la prisión del alma, llegando incluso a considerar un cuerpo hermosamente formado como obra diabólica en su turbadora atracción”.
Sabemos que cuando nació Jesucristo, en su tiempo, Palestina tenía una población en que se mezclaban distintos grupos raciales. Anota la revista inglesa “Observer” en 1993, que, a juicio de algunos historiadores, ello impide atribuir al Cristo las características físicas de un pueblo determinado, “porque pudo tener igual rasgos negroides como la apariencia de un nórdico europeo”. Es cierto que no se sabe cuál era su aspecto. No existe descripción del Hacedor hecha por alguien que lo haya conocido. Entonces, no se sabe si usó barba o no. En los más antiguos relieves que lo representan aparece sin barba; los artistas posteriores se la pusieron; Caravaggio (1573-1610) lo pintó nuevamente sin barba, con cabellos oscuros, mejillas llenas y un aspecto saludable, fuerte. Y bien pudo ser como lo pintó Caravaggio. Nunca lo sabremos. Los judíos de su tiempo eran morenos, de ojos negros y cabellos oscuros y ensortijados. Por lo tanto, es posible que éste fuera su aspecto. Los judíos ricos llevaban el cabello corto, para identificarse, de algún modo, con los dominadores romanos, o sea, es posible que llevara el cabello largo porque no era un judío rico ni era proromano, como está escrito.
El Arzobispo de Toledo Isidro Gomá Jomás, en su “Vida de Cristo”, refiera que “hubo un tiempo entre los Primeros Padres de la Iglesia en que prevaleció el criterio de Su fealdad. Tertuliano, genio hosco y ardiente, dice de Él “No sólo carecía de celestial claridad, sino de humano decoro...” El hereje Celso hacía de ello argumento contra la divinidad de Jesucristo. Debióse esta opinión a un extravío del pasaje famoso de Isaías ("No es de aspecto bello y esplendoroso... Nada hay que atraiga a nuestros ojos”). De estas palabras se tomó el mismo Tertuliano para decir: “Si hubiese sido bello, nadie se habría atrevido a tocarle ni la yema de un dedo. Si se le escupe el rostro, es lo que merece por su fealdad”. Clemente de Alejandría escribe: “Él vivía en una época de hombres pretenciosos y barbilindos”, y por eso, “Cristo quiso ser feo”, “para mostrar humildad”. San Justino Mártir, teólogo del siglo II, aseguró que Jesús era deforme; San Efrem, sirio, le atribuye poco más de un metro 35 centímetros; el pagano Celso dijo: “Era pequeño, feo y desgarbado”. La Carta Sinodal de los Obispos de Oriente, del año 839, dice que Cristo medía tres pies de alto... medida antigua equivalente a 28 centímetros, lo que daría a Cristo una altura de 84 centímetros, lo que, naturalmente, supone un error.
Según el profesor italiano Giuseppe Ricciotti, experto en Historia Sagrada, cuando Zaqueo llegó a Jericó trataba de ver a Jesús para saber quién era “y no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura”. Ricciotti no aclara si Cristo o Zaqueo era el “pequeño de estatura”. Hacia el año 800, el monje Epifanio de Constantinopla escribe que Jesucristo tenía seis pies de alto, lo que le daría 1,68 metros de estatura, “tenía cabellera rubia y ondulada, como su Madre a la cual se parecía maravillosamente”.
Tampoco la voz dulcísima con que suele describírsele concuerda con algunos pasajes de los Evangelios, como aquel discurso dirigido a los fariseos y a los escribas, en el cual les llamó “hipócritas”, “guías ciegos”, “insensatos”, “necios”, “serpientes”, “generación de víboras” y “sepulcros blanqueados” (Mateo, XXIII); es dudoso que alguien pueda decir estas cosas con dulzura, por eso se dice que, cuando quería, era definitivo como el rayo. Asimismo no corresponde su descripción tradicional de suave, con aquel episodio en que expulsó del Templo de Jerusalén a los comerciantes (Mateo XXI, 12), derribando las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas. No nos ha llegado de Él su efigie auténtica, ni de Su rostro ni de Su cuerpo. Todo ha sido en vano al respecto, porque el Hacedor era como el rayo de sol que suma los colores, por su belleza inadecuada a la vista, quizás, porque la perfección absoluta es indescriptible, o porque la virtud en esencia es tan elevada que nuestra capacidad de fantasía no la abarca, ni la lengua posiblemente es capaz de circunscribirla con lenguaje humano.
El Hacedor no fue dibujado jamás por alguien que le haya conocido. Este vacío histórico obedece, sin duda, a las costumbres de su época, en que se rechaza cualquier expresión plástica del cuerpo por temor a la idolatría. Incluso la Cruz de Cristo, en los primeros tiempos, se consideró de mal gusto para exaltar Su recuerdo, siendo el primer símbolo un pececito. La cruz no se utilizó por el cristianismo sino hasta el siglo IV, según unos autores, y hasta el siglo VI, a criterio de otros. El simbólico madero hoy es una controversia; algunos exégetas niegan simplemente la posibilidad de que se siguiera a través del tiempo el recorrido de la cruz. Sin embargo, una larga tradición oral y escrita afirma que Elena -madre del emperador Constantino-, que vivió en el siglo IV, se abocó a la tarea de recuperar las reliquias cristianas, entre ellas, el madero en que fue sacrificado el Hacedor, que estaba junto a la gruta en que fue inhumado. A partir de entonces se ha establecido en forma esquemática su transcurso; vale decir, desde el año 326 cuando se da por descubierto el Madero auténtico, hasta la Edad Media, cuando termina la octava expedición caballeresca al Santo Sepulcro, cuando luego del desaparecimiento de Luis, rey de Francia, los Cruzados abandonan sus ideas de conquistas y se retiran, en 1293, del Medio Oriente. Coincide esta acción con el nacimiento de una sorpresiva cultura, la europea, una mezcla de bárbaros y sabios grecolatinos, que en menos de dos siglos hizo tambalear los pilares de Roma y Atenas. A partir de esa época se difunde por Occidente la imagen europea del Hacedor, que llega a nuestros días sin variación: colgado del madero, siendo sólo la cruz punto de diferencias.
No se ha establecido cómo era la cruz original. Según varios exégetas cristianos fue una cruz de la denominada commissa o patibulata: esta forma imita la letra I, que entre los paganos de Medio Oriente era símbolo de “vida, felicidad y salud”. Los escritores antiguos la denominan con el nombre de Tau, correspondiente a la grafía I en el alfabeto griego. Este mismo signo, desde tiempos remotos, tuvo en Egipto valor jeroglífico equivalente a “vida futura”. La opinión común entre los cristianos contemporáneos del siglo XX, es que el símbolo de la redención es la cruz immisa; ésta es la que conocemos ahora. Otros, como el cristiano egipcio Nonnus, nacido en Paleópolis, asegura que el Hacedor murió in ligno cuadrilátero, es decir, en una cruz griega; San Agustín (354-430), africano como el anterior, y en la misma época, afirma que el Madero “tenía el largor de los brazos abiertos, y la altura, desde la tierra a su travesaño, del cuerpo que en Él estaba prendido”. El palo que sobrepasaba Su cabeza, en la cruz latina, no pudo servir si no para colgar la frase sarcástica de Jesús, Nazareno, Rey de los Judíos (reducida a la sigla latina INRI). Los partidarios de la cruz en forma de Tau, afirman que el mencionado cartel se lo pudieron colgar al cuello. Es éste, pues, un tema sin dilucidar, pero que sólo tiene interés arqueológico enfrentado a las proporciones trascendentales del drama del Hacedor. Hoy, la cruz no sólo recuerda el simbolismo que representa, sino que, en su simple disposición de unos tableros cruzados, se hace escudo para los creyentes; las madres la dibujan con los dedos en las frentes amadas. La confianza en el signo de la cruz ha llegado intacta a nosotros desde los primeros tiempos; en el siglo III, el cartaginés Tertuliano en su obra De Corona, en el acápite tercero, escribe: “Se trate ya de viajar o ponernos en marcha; entrar o salir; vestirnos o calzarnos; ir al baño o instalarnos a la mesa; tomar la lámpara, sentarnos o meternos en el lecho; en fin, de cualquiera cosa en vías de realizar, haremos siempre sobre nuestra frente, con pequeño signo, una cruz”.
En los primeros tiempos, es cierto que el Hacedor nunca aparece enclavado. Con ese cierto acomodo que separó a Oriente de Occidente, es que uno adoptó la cruz latina y otro la equilateral. En cuanto al color, también se la ha simulado en todos los matices; ya blanca para indicar la pureza; ya roja para significar la Pasión; ya azul por el carácter celestial de la Ascensión... durante toda la Edad Media se establece para la cruz una genealogía fantástica; eslabona una leyenda Ciacomo Da Varaggio en el siglo XIII. Refiere Da Varaggio que, luego de la muerte de Adán, su hijo Seth plantó en su tumba una rama arrancada del Árbol de la Vida. Cuando el vástago se transformó en árbol, Moisés obtuvo de Él la vara mágica con la que asombró al faraón, antes del Éxodo. De la proliferación de ese árbol, el rey Salomón hubo de tomar las maderas para edificar su Templo; para, finalmente, entregar de su tronco prodigioso el Madero enterrado en el Gólgota que rescató la emperatriz Santa Elena. La conmemoración de esta fiesta, conocida como Inventio Crucis, la Iglesia Católica la celebra el 3 de mayo, y la Iglesia del Oriente el 13 de septiembre. La Cruz representa a la Pasión, entonces, lo que a la Resurrección representa otro símbolo fabuloso de la mitología cristiana: el ave llamada Fénix, un pájaro maravilloso que se desplaza en los cielos de la imaginación. Dicen las crónicas antiguas que al ave llamada Fénix se la conocía desde mucho antes de venir Jesucristo. Sin embargo, desde las primeras épocas cavernarias de los discípulos de Jesucristo, se fue inflamando de la idea que tenemos de Resurrección, incorporándose en 2000 años francamente a la mitología cristiana. Por informes de quienes afirman haberle visto a través de la Historia, el Ave Fénix al parecer vive unos quinientos años, y cuando va a morir inicia un último vuelo majestuoso que abarca todo el cielo conocido; ve todos los bosques y elige el árbol más alto para posarse y hacer su nido. Allí cumple la misión de la que es capaz: renacer de sus propias cenizas. El Fénix hace su nido con hojas de plantas aromáticas, menta, ruda, eucaliptus, casia, nardos, cinamono, mirra, y resina de pino. Cuando finalmente reposa sólo alzando su testa coronada para cantarle al sol, que enviará al fuego en sus rayos, en un instante, es purificado todo con las llamas. De las cenizas del ave, confundidas con las de la mezcla olorosa, nace el nuevo Fénix. Y la nueva ave maravillosa, tomando consigo los restos de cenizas del sacrificado, se eleva inmediatamente al cielo, en dirección a la ciudad de Heliópolis, donde las deposita a manera de ofrenda en el altar del templo consagrado al sol. Toda la naturaleza del lugar calla cuando el ave se remonta, en un solo impulso, a la palmera más alta, tanto que su copa trepa a las estrellas y se hunde por uno de los hoyos de la noche, a través del cual se sabe que se asoma al mundo que hay detrás de la corteza del cielo; como un gusano cruza interiormente, así se desplaza. El Fénix es dios entre las aves; la siguen en su cortejo sin verla nunca. Intuyen que existe pero les está vedada su forma.
Para San Clemente de Roma, según informa en su carta a la iglesia de Corinto (cap. 25) cuando el ave llega a Heliópolis: “...los sacerdotes del templo del sol examinan detenidamente su aspecto confrontándolo con la imagen que se halla reproducida en los Anales y pueden comprobar que han transcurrido quinientos años”. Aquiles Tacio (en “Leucipo y Clitofón”, III, 24) cita que: “...en Heliópolis el Ave Fénix aguarda en el aire, hasta que llega del templo un sacerdote con un libro en el que está la imagen del archivo con la que es comparada y examinada la recién llegada”. Así, antiguos archivos de templos sagrados narran que el Ave Fénix acompañó todo el transcurso de los Tres Reyes Magos hasta Belén, y cuando estos retornaron a Sippar, luego de revolotear sobre la gruta en que nació Jesucristo, se remontó a los cielos, volviendo sólo en sus fechas marcadas, que nos son desconocidas. Refiriéndose a estos archivos, Platón decía: “No debemos criticar demasiado severamente los relatos que se cuentan consignados en los libros de los templos sagrados”.

FUENTE: Artes e Historia-México
© Waldemar Verdugo Fuentes
Sociedad de Escritores de Chile.

VOLVER AL SITIO RAIZ: http://waldemarverdugo.blogspot.com